Costumbres, tradición, gastronomía, trabajos rurales, vida vaqueira, saber popular

Etiquetas, tags: tesis doctoral, toponimia, Lena, etnolingüística, Asturias, asturiano, bable

toplena.jpg (793998 bytes).

TOPONIMIA LENENSE:
(1992)

Libro publicado por el
Real Instituto de Estudios Asturianos.

ESQUEMA DE TRABAJO.

Julio Concepción Suárez.

Oviedo, otoño-92.

0. PALABRAS PREVIAS:

El libro que presentamos, ciertamente, es el agradable resultado de muchos factores a un tiempo: una especie de esperada cosecha otoñal, por fin lograda (bien achugá, que se dice por Lena).

A las personas de los concejos de Lena, Quirós, Aller, Riosa..., y de tantos otros pueblos y montes asturianos, que fui recorriendo en estos años a la caza de nombres y mayaos, no las podría citar todas ahora (siempre me quedaría alguna): sería una lista muy larga lo mismo en nombres que en atenciones, amabilidades, paciencia y largas horas lo mismo bajo los horros de los pueblos que en las cabanas de los puertos.

En el libro aparecen algunos de esos paisanos en asturiano tal como yo los conocí, como se conocen en su entorno, y como me gustaría recordalos en adelante: unos porque,

"de la carrera de la edad cansados"
(que decía Quevedo),

ya se han ido para siempre; otros, porque en este entorno ganadero asturiano (sin duda menos rentable, halagüeño y placentero que suponía Virgilio en sus Bucólicas y Geórgicas) tampoco van a volver a colgar el pote de las plegancias del fuivu en aquellas cabanas.

Otros, finalmente, los más jóvenes, porque considero un pequeño homenaje recordarlos en esa página del libro, en el lenguaje que tenían cuando recorríamos los mayaos, oxas y acebales a pie.

Y para que también ellos se recuerden así, si un día se les ocurre cruzarlos a toda velocidad en el último todoterreno, espantando la "vita beata" de las cuatro penúltimas vacas que sigan sestiando en los miriaeros de siempre; algo que tampoco tenían previsto Garcilaso, Meléndez Valdés ni Gregorio de Salas.

Saben todos estos paisanos que sin sus informaciones (sus documentos toponímicos orales), no sería posible el entramado que, cada seronda y primavera, vamos haciendo poco a poco con los nombres del suelo. Tal debió ser la riqueza, precisión y variedad del léxico toponímico un tiempo atrás, con un nombre distinto para cada palmo de terreno.

Siento también en estas páginas a todos aquellos amigos, compañeros, alumnos, ex-alumnos (y ex-alumnas) que siempre se interesan por estos temas, aunque muchas veces sólo pueda ofrecerles a cambio poco más que respuestas para el momento y algunas palabras ocasionales.

En todo caso, ellos saben también que siempre suponen una motivación más para seguir intentando la explicación de nuevos nombres.

En fin, cómo no, en estas páginas siempre hay un tiempo inevitablemente robado a la familia y a los amigos, que casi todos también saben entender: las cosas nunca se hacen solas. Y yo creo que al final del sendero, por duros que hayan sido los pedreros (como alguien dijo), el valle siempre se contempla mejor desde la altura. En fin, el fresco de los cantos olvida pronto los sudores dejados en la ladera.

1. UN POCO EN TORNO AL LIBRO: FUENTES Y PROBLEMAS DE DOCUMENTACIÓN.

Unas palabras en torno a la organización del trabajo. Como se puede suponer por lo dicho, la mayoría de los datos toponímicos y referenciales fueron tomados de la lengua oral. Tal vez no sea éste el método más riguroso en otros objetivos de investigación.

Para la recogida de nombres del terreno en asturiano, me parece el más urgente, en cambio: el recuerdo de los asturianos de estos valles lenenses, sobre todo, supone un documento, no por ser oral menos importante e imprescindible, en el entorno ecológico y sociocultural reciente.

Más aún, creo que, para el objetivo de ahora, no habría otro: esos nombres asturianos más pequeños, en su mayoría, sólo están escritos en el registro verbal de todos aquellos hombres y mujeres que siguen conviviendo con aquel entorno pasado que sobrevive al presente.

La verdad es que cada año que se vuelve a un pueblo siempre se encuentran menos con quienes recordar los nombres. Y en otros casos, más que poblados ya sólo queda el despoblado.

Perdida o transformada esa cultura social, agrícola, religiosa, ganadera... de los pueblos de montaña, se desdibuja también el presente y se pierden los vestigios para la reconstrucción del origen de esas palabras del suelo: con el deterioro del lenguaje toponímico, nos vamos conociendo un poco menos, al descolgarnos del sistema asturiano de nuestros abuelos en cada uno de esos poblados o completamente despoblados ya. Leeremos (o leerán los investigadores del 2.000) un poco peor el pasado.

El lenguaje toponímico de nuestros mayores, o no tan mayores, se convierte así en una herramienta más para el investigador de la Historia, la convivencia social, la Arqueología, la Botánica, la Geología, la Antropología..., el modo pasado de vivir, usar y sentir cada uno el trozo de entorno que le tocó vivir.

No obstante, como en el lenguaje deportivo, esperemos que la antorcha tampoco aquí se apague, y todo aficionado a la cultura de los pueblos, por pequeños que sean, recoja, respete y transmita los nombres y el paisaje que él todavía tiene el privilegio de disfrutar.

El proceso se vivió y se sigue viviendo en las villas mayores y ciudades: el mapa toponímico descriptivo de una zona más o menos urbana cada día resulta mas difícil de reconstruir.

En algunos casos, los cambios de nombre tienen su explicación justificada: donde ayer había un molino, hoy hay un campo de fútbol, una caja de Ahorros, una discoteca...; donde había un castañeru, la iglesia; en el parque infantil, la iría donde se hacía la maya para la escanda; en los jardines del Ayuntamiento, una pumará; en la moderna sidrería, el rústico lavaderu y la fuente'l pueblu...

En otros muchos casos, simplemente se han aplastado los topónimos que escribieron con sus pasos nuestros vecinos predecesores. Cuanto mayor la estructura y tradición urbana, menor el lenguaje toponímico antiguo.

Acentúa el deterioro ese cambio injustificado tan frecuente de los nombres descriptivos del suelo por otros más sugestivos en el lenguaje de la publicidad y el márketing: nombres politizados, comercializados, manipulados, con intereses localistas, etc. Nombres más rentables, pero menos respetuosos con el pasado, y aunque no lo parezca de pronto, con el futuro cultural de cada villa y cada valle.

También así enterramos la arqueología toponímica, como se entierran tantos otros vestigios que serían precisos y preciosos para la reconstrucción del imprescindible lenguaje de la historia asturiana, de la historia lenense, o de la historia a secas.

Quedan topónimos muy aislados en cualquier suelo (rural o urbano) pero insuficientes: en todas las lenguas regionales hay equivalentes de nuestros conocidos aquí por La Fuentina, El Fontán, Los Nozales, La Plaza la Leche, El Caleyón de los Chobos, Los Ocalitos... Pero son los menos respecto al mosaico antiguo. Muchos topónimos asturianos para justificarlo.

Por esto, me sigue pareciendo interesante escuchar esos recuerdos de paisanos y paisanas que patearon de mozos los antiguos cascos más o menos rurales o urbanos, o cruzaron los montes con nieve o sin ella, colgados a uno y al otro lado de las vaguadas de las montañas, camino de tierras leonesas, al trueque de algunos productos que compensaran aquella precaria existencia.

El usuario, el turista, el ganadero incluso, puede pasar hoy sobre los distintos puntos más pequeños del terreno sin la necesidad aparente de tener que saber el nombre de los parajes más insignificantes: un penescu, una oxa, una cuaña, un tambascal, un mayaín...

Las voces toponímicas se van acallando cuando los montes se desdibujan entre las numerosas pistas forestales que atomizan el suelo: sin la lectura de esos pequeños nombres, se pasan, pero no se pisan ni se sienten los montes.

Hace unos años, en cambio, esos mismos reducidos puntos eran la referencia obligada para la comunicación en aquel entorno forzado: localización del ganado, recogida otoñal de plantas medicinales, pesquisa de árboles y arbustos para la elaboración de aperios y preseos, caminos reales, camín francés, cruces y paradas en los rellanos, para el intercambio de información sobre el entorno...

Los topónimos suponían un sistema de comunicación local en cada pueblo, parroquia, municipio, región... La toponimia era un campo más del lenguaje al lado de otros.

Por los nombres llegamos, en fin, a la vida familiar de nuestros antepasados: dónde vivían, dónde se reunían, dónde y qué sembraban (de donde, Las Panicieras, Trigueras, El Centenal, Candiales, Las Chinariegas...); cuándo y cómo pasaban los inviernos y envernás...(de donde La Marniega, L'Amvernaliega, El Invernal...); cuándo y dónde veraneaban (con el ganado, claro está) (Braña, Las Brañolinas, La Brañuela, Braña Chamosa...); dónde se albergaban cuando hacían camino de unos concejos a otros o hacia León: La Venta, El Ventorrillo, La Bergería, La Berguera, L´Alberguería...

2. El DOCUMENTO ORAL TOPONÍMICO.

El topónimo puede ser, en consecuencia, el primer dato de que disponemos para conocer un lugar concreto: los distintos puntos del paisaje no se llaman así por casualidad. Nombres como La Iglesia Vieya, El Campaneriu, Munistiriu, Sobre Casa, El Questru, Xuviles, La Oxa'l Cura, La Pena'l Preceeru, El Purgaturiu, El Mayéu l'Infierno, El Preu'l Cielo, La Penasca Valdedios, Sant'Olaya, Vía Cabachos... también tienen su pequeña o larga historia.

Lugares como éstos demuestran en ocasiones (a veces al excavar por casualidad) que allí se encuentran ya muy desdibujados los restos de deterioradas viviendas, un trozo de una campana, una cruz, media pila de bautismo, un crucifijo apenas carcomido, una piedra con letras o números, unos cuantos habitáculos pegados en hilera, una corripa a la que siguen llamando capilla, una calzá cuidadosamente empedrada entre la mata o la maleza, la planta en cruz de un edificio que nadie recuerda como cuadra ni casa...

Las frecuentes excavaciones rurales y urbanas con los potentes mecanismos actuales pudieran pasar por alto la lectura de ese lenguaje silencioso, no por gastado y a veces ya casi ilegible, menos informativo. Es el caso de los abundantes en Lena Corros, Los Corros, Curriechos, El Corraón, La Corrona..., o Castro, El Questru, El Castiichu, La Campa'l Castiichu...

A modo de ejemplo, no está demás recordar el deterioro que sufrió recientemente el llamado Castiechu Villa Yana: el mismo nombre sería indicio suficiente por sí mismo para el debido respeto.

Sucesivas obras recientes (como la llamada autopista) en cambio, y la autoridad municipal, podían haber desviado los proyectos hacia los abundantes espacios de los alrededores, sin el desmonte (nada ecológico y muy poco cultural) del entorno castreño.

Pero no se hizo, y el resultado actual es un talud, unas columnas de hierro, un trozo asfaltado y un nombre, más que silencioso, silenciado.

Y todo ello, a pesar de que en el año 1982, Carmen Fernández Ochoa, en su trabajo de arqueología, Asturias en la época romana (publicado por el Departamento de Historia y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid), cita ya unas monedas encontradas en este lugar -"del tesorillo de Castiello (Lena)", dice concretamente (p. 206).

Según esta historiadora, las monedas del castillo datan de la época de Galieno y Claudio II, es decir, siglo III. Y los datos cuadran muy bien lo mismo con la tradición oral de los vecinos de Castiello, que con la pequeña cueva a modo de túmulo que todavía queda sobre el mismo talud para contarlo.

Por si fuera poco, en el año 1988, el Departamento de Arqueología de la Universidad de Oviedo había descrito el recinto castreño (castro y antecastro) con cierto detalle, en cuanto a coordenadas, muralla, terrazas, corona, fosos, localización cartográfica, etc.; y el mismo Gabinete Arqueológico había advertido de los peligros que corría el pequeño castro, y de la necesidad de evitar destrucciones irreparables en adelante.

Pues bien, ni el nombre del Castiechu (la toponimia) ni los investigadores del tema, ni la opinión de la Universidad sirvieron para desviar las máquinas tan sólo unos metros más allá, sin que se tocara el recinto inmediato a las mismas corras, que además rodean hoy una torre de alta tensión, una caseta para otra antena, y con espacio todavía para levantar entre ellas las columnas de hierro que hagan falta en el futuro.

La ecología cultural lenense sufrió también en este punto, del que ya sólo queda el nombre (y de momento) rodeado de cables y casetas. Ejemplos toponímicos de este tipo podrían multiplicarse.

3. EL LENGUAJE DEL SUELO.

Como se dijo más arriba, a diferencia de lo que puede ocurrir en el entorno urbano o rural de hoy, hasta épocas recientes, los hombres, niños y mujeres de un concejo como el de Lena vivían en relación con el paisaje del amanecer al oscurecer: buscar agua y alimento, encontrar plantas para las enfermedades humanas y animales, cobijarse en las zonas del terreno más resguardadas, buscar los dioses más propicios para compensar su impotencia ante la dura adaptación al medio (sin duda bastante más hostil que el actual).

El mismo lenguaje bíblico había imaginado así al hombre desde el comienzo, dibujado verbalmente en aquel Edén, que entonces le servía de jardín, precisamente por suponer toda la naturaleza allí a su servicio (plantas, animales...): su única misión parecía (en ese lenguaje) cuidarlo y poner nombre a las cosas, nacidas directamente del suelo.

Parece, pues, como si desde los lenguajes en las culturas más remotas, el hombre estuviera destinado a convivir de manera forzada o voluntaria con su tiempo y su medio. Y en aquella adaptación histórica al terreno, a sus mitos y a sus frutos, existía una continuidad natural por el lenguaje: a los lugares diferentes no se les imponía un nombre (no se les bautizaba) como señal de colonización externa al modo actual (nombres de calles, barrios...); no se buscaba un nombre que nada tuviera que ver con su sentir más próximo.

El lenguaje toponímico simboliza, más bien, la lucha y el pacto de cada poblado con su vivir más inmediato. Y, por ello, hay topónimos iguales porque, en circunstancias semejantes, cada pueblo se sirve de las mismas ofertas del pensamiento, del sentimiento y del suelo: en Lena tenemos La Viña, La Viñuela, La Viñuga, Viña Mayor..., que en poco difieren de los gallegos O Viñal, As Viñas Blancas, A Viñiña...; de los catalanes Vinya, Vinyes, Vinyoles...; de los franceses Vignale, Le Vigneau, Vignats, Vigneux... (el lenguaje toponímico es siempre el mismo con fonemas diferentes). Y, en definitiva, las uvas, amargas o no, tendrían funciones parecidas.

Pero, hay topónimos distintos para los mismos referentes, porque entre los distintos pueblos hay un orden de prioridades, de acuerdo con sus costumbres, culturas supervivientes, o exigencias estacionales: las Brañas, Brañuelas, Brañiechas... sólo tienen sentido en zonas de duros contrastes climáticos frente a las Marniegas, Inverniegas, Invernales...

No tendrían, en cambio, razón de ser en zonas llanas, todas a la misma altura, todas con el mismo grado de calor y de humedad, etc. Por eso, en tierras castellanas, lejos de las vaguadas entre las rocas más altas, ya no hay brañas, brañechas, ni Bus de Verano, Curre Verano..., ni hay inverniegas

Y en entre esa lucha y ese pacto, un pueblo que santifica caminos, cambia nombres prerromanos por latinos, o transforma lugares de culto pagano en capillas con nombre de santas, nos informa de alguna programada preocupación por transformar todo un conjunto de creencias que resultaban incómodas a los intereses al uso.

Es el caso del camino o vía romana llamado en La Frecha Santa Juliana, que a su vez pasa por Villayana, etc. , y que no parece dedicado a santa alguna, sino a la vía romana en honor de la familia Iulia (lo demás es pura evolución fonética).

O es el caso de Corros / El Castiichu en Malveo... El mismo picacho cónico que preside Campomanes es El Castiichu, para los vecinos de Malveo; y El Picu Corros, para el resto del concejo.

La supervivencia de culturas parece evidente, a juzgar por la cronología toponímica: corros, palabra prerromana, fue sustituida por los colonizadores que la transformaron en castel.lu (luego castiichu), para el nuevo poblado que fundaron en la cara sur más soleada de la peña (a media ladera entre el fondo del valle y la misma cresta).

Sólo estos pocos habitantes de Malveo, respetuosos con aquella cultura romanizada, testifican hoy inquebrantables el Picu´l Castiichu, ajenos a la otra tradición, no menos fiel al recuerdo prerromano, que, sin conflicto alguno, le siguen llamando Corros. Un precioso ejemplo de respeto al entorno que cada pueblo recibió, en las circunstancias que fuera.

En fin, el lenguaje toponímico representa un estado de armonía entre el hombre y su medio natural y social: antes había más nombres de este orden (más zoonimia, fitonimia..., que antroponimia...).

Progresivamente, a medida que los pueblos dependieron más del sistema político vigente, económico o social, los topónimos se fueron tomando artificialmente de la cultura del momento, olvidando las formas del terreno, el lugar de las plantas... Surgen, así, los topónimos actuales con motivación bien distinta.

4. OBJETIVO DIDÁCTICO DEL TRABAJO:

En definitiva, este libro sobre la toponimia lenense tiene un objetivo muy concreto: facilitar la lectura de los nombres que pisamos. Para ello, me limito aquí, por razones de tiempo y método, a la geografía, vida y costumbres de los pueblos en la parte alta del concejo (más o menos la zona en torno al valle del Huerna).

Con la interpretación de esos pocos nombres, queda una puerta abierta, para que cada aficionado a este campo del lenguaje pueda acceder por sí mismo a la lectura e interpretación de otros muchos lugares semejantes que se dan fuera de este valle, fuera de Lena, fuera de Asturias..., ya en otras regiones con lenguas distintas (gallego, catalán, castellano, francés...).

Por citar un ejemplo, recordemos lo que ocurrió con esa larga lista de topónimos que tienen su origen en las actividades antiguas en torno al lino. Un lino que nunca ha dejado de estar de moda, desde aquellos sagos caseros medievales más rudos, hasta los escaparates más sofisticados en cualquier boutique de moda.

En consecuencia, siguiendo el proceso indicado para la interpretación da cada grupo de topónimos, partimos del valle del Huerna, donde encontramos La Chinar, en Traslacruz; La Chinariega, en Teyeo; Las Chinariegas, en Piñera; El Chinariigu, en Zurea; El Monte las Chinares, entre Carraluz y Yanos de Somerón,
etc.

En el resto del concejo lenense, tenemos formas parecidas de semejante interpretación: Chinarinos, en Herías; Valdelachinar, en Malveo; La Chinariega, en Payares; Los Chinariegos, en Piedracea..., y tantos otros, sin más diferencias que los sufijos de las palabras para referirse a `una tierra con lino, o adecuada, abundante para el cultivo del lino'; una iría, una oxa, un mayéu en el que se sembró o estaba cerca de las tierras sembradas de lino...

El nombre más transparente, en este campo, es el de Linares (Linares de Riba y Linares de Baxo), recordado todavía por algunos como Tsinares. Hoy el nombre está completamente castellanizado, sin duda por influjo del ferrocarril, los viajeros, los mapas, las rutas y los horarios de la Renfe, las empresas continuas de reparación de la vía, en lengua más o menos castellana, etc.

Pero las fincas, praos e incluso carbas sobre Linares, algunas llanas, húmedas, abundantes de San Amiés y San Amesón, tienen abundantes marcas en el terreno (sucos, escalones, cercos...), que recuerdan su condición de tierras de semar mucho antes que praos de segar o pastizales.

El nombre de Linares (también hoy ya castellanizado) se encuentra en Gijón, junto a La Camocha; en Ibias, cerca de San Antolín; al otro lado de Peñamellera, ya en la provincia de Santander; en Lugo, cerca de Fonsagrada; en Burgos, junto al Embalse del Ebro; en Salamanca, en Jaén... y, sin duda, tantos otros con formas parecidas.

En otras lenguas regionales, hay Liñares y Liñeiras, en distintas zonas gallegas; Llinás, Llinars, Llinassos, Llinaritx..., en la región catalana; Linières, Lignères, Lignareix, Lignairolles, ya en Francia, y formas semejantes, lo mismo entre los nombres menores del paisaje, que entre pueblos más o menos grandes.

La documentación escrita va asentando estos lugares en el tiempo. Y, así, los medievalistas definen las linarias, lineras y linaregas..., como `campos de cultivo dedicados al lino', según consta en algunas expresiones documentales del tipo: "alium linare in pratum" (871); "campus linarius" (1092)..., etc.

Abunden o no las citas escritas, el lenguaje toponímico en este campo es bien expresivo, y sobre todo en Lena, tal vez por la circunstancia de que los suelos dedicados a su siembra, debían ser más bien húmedos y abundantes (si se podían regar, mejor). Los rellanos a media ladera de estas vertientes lenenses en los valles del Payares y el Güerna, serían sin duda entorno adecuado para la preciada linácea (o, por lo menos, terreno menos malo para su cultivo).

La prueba está en que con la llegada del transporte y el ferrocarril, la producción terminó, pues resultaba más cómodo comprar el lino en tierras de León, que trabajarlo en circunstancias tan duras.

En el norte de la provincia de Lugo, en cambio, bastante más lejos de la Mesta, conocen la siembra mujeres que tienen hoy sobre los 50 años. Algunas conservan incluso estopa y lino cardado en moños y madejas, con los hilos en buen estado todavía (sin apuliyar, que se decía entonces aquí). La toponimia del lino es, pues, significativa.

5. ORGANIZACIÓN DEL LIBRO.

Como se acaba de señalar, esta metodología empleada en el trabajo pretende facilitar la lectura del entorno al aficionado, que tenga la paciencia de unir un poco los datos de la lengua (el léxico común asturiano) y del terreno (las formas del suelo).

Por ejemplo, partiendo del topónimo (Cheturbio) y de la morfología del lugar, intentamos asociar una palabra asturiana (campo de sentidos posibles) con uso antiguo o reciente en la zona; la confirmamos en el concejo vecino, en el resto asturiano... (chegu, cheu, chaguete, chagüizu, chagunal, chagar...; y, si es posible, la rastreamos en la región gallega, portuguesa, catalana, aragonesa, francesa..., y en el resto de las regiones de habla castellana, extremeña, andaluza, riojana, canaria..., según la fonética toponímica de los sistemas lingüísticos concretos (lago, laguna, lacustre etc.)

Si al Cheu, al lago, le sumamos Turbio, como está, y si nos asomamos al pequeño pantano natural que se forma a la llegada del verano con el deshielo de los trabes de invierno en aquellas alturas (allá por marzo arriba, y sobre esos 2000 metros), comprenderemos muy bien por qué se llama lago.

Y si tenemos la ocasión de comprobar cómo están sus aguas, una vez que las vacas y caballos de aquellos mayaos la van dejando a medida que aumentan los calores del estío y disminuyen sus niveles, comprobaremos sin extrañeza por qué aquellos brañeros le pusieron, sin más misterios, Cheturbio (un lago bien revuelto y terroso, por el verano arriba).

Es evidente, que para otros nombres hay que cavilar un poco más y recurrir también a otras culturas, tiempos y costumbres: pongamos por caso los abundantes Bustiecho, Busquemao, Bus Chagué, Bustei, Busdeverano... A lo mejor, tampoco hay que ir tan lejos para asociar un Bus Quemao, al combustible, a la combustión... , o al simple busto de la persona.

En todos los casos, está presente la idea de `quemar', ciertamente, pues hasta el mismo busto humano (decían Juan Uría y Carmen Bobes) debe su nombre (qué paradoja) a la combustión (incineración actual) de sus restos, en recuerdo de los cuales se modelaba luego una estatua (una efigie) de medio cuerpo, que lo recordara en adelante.

Sobre el terreno y sobre las costumbres de cada lugar no resulta demasiado complicado tampoco descubrir la razón de las quemas: convertir bosques y montes en pastizales, eliminar la maleza de las carbas para el retoño de la primavera, quemar los rastrojos... etc.

El sistema de las quemas lo seguimos contemplando (a veces lamentando) en las culturas africanas y americanas sobre todo, para transformar la selva en pastos para el ganado. Con muchos años de distancia por el medio, el sistema no sería muy distinto en ambos casos.

En fin, el trabajo hubo de limitar la extensión y cantidad de topónimos, en favor de un número menor. El objetivo era, como se dijo, que cada lector se acerque un poco a esos mecanismos elementales del lenguaje toponímico: que a través de los topónimos presentes, lleguemos también a los ausentes (los que no cabían aquí y ahora, pero que están en el entorno de cada lector).