Prólogo
al libro
Toponimia lenense
Julio Concepción Suárez
Jesús
Neira Martínez. Facultad de Filología.
Universidad de Oviedo
Publicado en el libro:
Toponimia lenense (pp. 15-18)
Ed. Real Instituto de Estudios Asturianos.
Oviedo. 1992.
El poner unas palabras introductorias a este bello libro de toponimia me produce una gran satisfacción; y esto es así por varios motivos. El primero, porque estamos ante una obra bien hecha. Es un estudio importantísimo en la historia de la investigación toponímica asturiana, tanto por su contenido y por sus hallazgos como por la novedad y la eficacia del método empleado.
Continúa y profundiza en el camino abierto por otro gran investigador asturiano: José Manuel González, en su Toponimia de una Parroquia Asturiana. En segundo lugar, me complace que Lena, y de modo especial uno de los valles en los que el bable perdura con más fuerza, haya sido objeto central de este estudio.
Estas páginas escritas con rigor, con pasión, con amor por el terruño nativo me llevan a estampas lejanas, a recuerdos juveniles. Yo entonces, como Julio ahora, trataba de ahondar en el ambiente que ya me era familiar. Para ello, recorría campos y aldeas, hablaba con las gentes, me ponía en contacto con sus palabras y con sus cosas; y, de este modo, llegar a los entresijos del sistema lingüístico, descubrir las pe culiaridades del habla de la zona.
De allí nació el Había de Lena, que fue mi iniciación en el campo de la Dialectología. Treinta años después es agradable ver a un joven investigador recoger la antorcha y volver a trabajar sobre el concejo de Lena en una parce la que yo no había tocado: la toponimia. Siento por ello la impresión de que nuestro conocimiento lingüístico de Lena es ahora más completo.
La Toponimia Lenense de Julio Concepción es, como ha dicho Gregorio Salvador, un magnífico complemento de aquella lejana Había de Lena. La investigación toponímica es atractiva, apasionante. El lingüista, como un hablante cualquiera, se plantea con frecuencia esta pregunta: ¿Por qué este lugar recibió este nombre?
Bajo esta cuestión está la creencia de que el topónimo fue en los orígenes un signo motivado, no arbitrario. Se llamó como se llama por al gún motivo. Su sentido, su relación con las otras palabras de la lengua era inicialmente claro.
En algunos casos, la significación primera del topónimo está a la vista. La Nozala, Ablaneo, Castañera indican claramente el porqué de su nombre. Pero en otros muchos casos la respuesta no es fácil. Existe un complejo de circunstancias que de modo natural han ido oscureciendo o borrando las conexiones entre las palabras y la cosa designada.
El topónimo ha sido efectivamente en su primera fase una palabra más de la lengua, con una estructura fónica y morfológica, con un contenido, todo en relación de semejanza o de oposición con otras palabras. Por alguno de sus rasgos semánticos fue seleccionado para designar un lugar concreto. Al quedar convertido en topónimo, pasa a predominar la función designadora, señalativa y, en consecuencia, tiende a aislarse de los otros vocablos con los que estaba relacionado.
Este relativo aislamiento crea condiciones favorables para una evolución fonética peculiar. Unas veces, el término queda como retrasado, arcaizante; otras, por la tendencia a la motivación del signo lingüístico, experimenta cambios «irregulares». No es sólo la discordancia en el ritmo evolutivo la que determina el progresivo oscurecimiento del sentido originario del topónimo.
Otros cambios pueden producirse en el entorno físico y humano que acrecientan esta oscuridad: cambios del cultivo, transformaciones de la flora o de la fauna, nueva organización o nuevas relaciones sociales. Todo este complejo de circunstancias se orientan en la misma dirección: hacer del topónimo un signo arbitrario, despejarlo de su motivación inicial.
El descubrir el porqué de los nombres de lugar es empresa atrayente, pero difícil. Exige conocimientos y cualidades especiales en el investigador. Este trata de remontarse a los orígenes. Tiene que desandar los caminos recorridos por la lengua, caminos cerrados en su mayor parte. Se ve obligado a reconstruir cadenas, gran parte de cuyos eslabones se han perdido.
Todas las preocupaciones para no equivocarse serán pocas. Hay que hacer un esfuerzo para poner de nuevo en contacto el topónimo con la lengua o las lenguas de su entorno, observar las condiciones y la naturaleza de cada lugar, profundizar en las particularidades de la vidasocial en todos sus aspectos, lo mismo en el presente que en el pa sado.
La labor exige ciencia y paciencia, rigor e imaginación. El investigador ha de recorrer y contrastar distintas vías para llegar a una conclusión aproximada. Julio Concepción ha cumplido bien estas condiciones, conoce bien la lengua de la que han salido los topónimos. Siente amor por su tierra y sus gentes. Ha pateado montes y campos, se ha compenetrado con el sentimiento de los paisanos, y ha tenido, como ellos, la intuición de étimo en vistas de la función de cada lugar.
A esto hay que añadir la preparación lingüística e histórica. Fruto de estas cualidades personales y de una dedicación perseverante, apasionada y amorosa, es este magnífico libro de la Toponimia Lenense, que marcará sin duda una etapa importante en la investigación lingüística asturiana. Nuestro conocimiento del concejo de Lena, indirectamente también de otras zonas asturianas, se ha ampliado en varios planos.
En primer lugar, en el lingüístico. Los topónimos han recuperado en parte su significación primera. Se han puesto en contacto de nuevo con la lengua viva del entorno. Las peculiaridades del habla lenense a lo largo de su historia están ahí, presentes, arraigadas con firmeza en los nombres de la toponimia. A veces, en concordancia con el habla de hoy, aunque con distinto grado de vitalidad. Hay abundante ejemplificación del contraste -u/-o (Utríru / Fresneo), de la metafonía vocálica, de los resultados de ts, ch. I-, II-, pl-, k-.
Otras veces, topónimos con resultados divergentes con relación al habla actual (como veiga / vega) nos muestran la existencia de una fase arcaica, evolucionada posteriormente. Por otra parte, la diversidad de los resultados partiendo de un mismo étimo indican la inmensa riqueza y las posibilidades latentes siempre en el habla viva. A través de esta diversidad se pueden percibir varios estratos que nos testimonian la penetración de palabras en distintas épocas o procedentes de distintos medios.
La lengua viva se nos manifiesta así como lo más opuesto al inmovilismo, a la rigidez. La tendencia unitaria y la diversificadora actúan conjuntamente y se combinan sin cesar. La investigación toponímica es algo más que una simple curiosidad. Su interés, cuando se hace como lo ha hecho Julio Concepción, desborda lo puramente lingüístico.
Al averiguar la etimología, es decir, al llegar al primer sentido del topónimo, se nos descubre un mundo nuevo, se nos muestra un panorama que estaba oculto o sólo entrevisto. El paisaje, el físico, el vegetal, el humano, aparece en toda su profundidad y funcionalidad, cobra como nueva vida al reflejar la visión que de él tenía el hombre que lo habitaba, todo se muestra con fuerza, con vigor, en concordancia o discordancia con lo que significa.
La toponimia lenense estaba ahí como un testimonio perdurable, ha sido tal como fue vista por las gentes que lo habitaron, pero faltaba alguien que descifrase estos testimonios. Eso es lo que ha hecho de modo magistral Julio Concepción.
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