"AL CONCLUIR la redacción de este libro se cierra un círculo que se remonta a mis primeros recuerdos infantiles de veranos familiares pasados en Asturias. Sin saber interpretar entonces el significado (sin necesidad de hacerlo tampoco) de aquél contraste entre el entorno habitual madrileño y el rural del veraneo, esas primeras sensaciones no se explicaban únicamente por el cambio entre la vida de la ciudad y del campo, según pude averiguar mucho después.
Quedaron registradas muchas cosas: la intensidad del color verde del valle, que se define mal con la palabra campo; el olor fresco del heno recién cortado, junto con el sonido rítmico y sordo de la guadaña, lenta y constante; la fuerza de un mar bravo en las playas de la Concha de Artedo o de Aguilar; el lenguaje, esas palabras con una cadencia suave y distinta que no se entendían del todo, aún más si era en la Lonja del pescado, abajo, en Cudillero; el bullicio envuelto en el sonido de las gaitas en Santana, por la romería de julio; la lluvia infinita, dándole brillo con minuciosidad a cada hoja, a cada piedra, haciendo exhalar a la madera, presente en todas partes, un olor a bosque. Y en medio de todo, la silueta siempre de la panera o el hórreo, misteriosos y extraños para mí, entonces.
Probablemente el que se interrumpieran los viajes pronto, contribuyó a mantener latente esos primeros recuerdos. Años después, acabados los estudios de la universidad, una beca Fulbright me desplazó a Norteamérica; y en las montañas de Vermont y las costas de Massachusetts recobré algunas de aquellas sensaciones, entre casas y gentes cuyo origen provenía del norte rural europeo.
Vinieron luego recorridos por esos países, en donde parecían encajar bien aquellos recuerdos; como en la primera visita al Museo Popular de Oslo, en que percibí con cierta sorpresa el rastro de los hórreos y paneras que parecían sugerir las casas tradicionales de madera".