Costumbres, tradición, gastronomía, trabajos rurales, vida vaqueira, saber popular
Etiquetas, palabras clave, tags: Tierra Madre, género dimensional, femenino, carta Seattle, jefe indio

El género femenino en toponimia:
la tierra madre
-que diría el Jefe indio Seattle

Introducción y objetivo.

Las palabras que siguen son un aspecto más de un trabajo mucho más amplio sobre la toponimia de la montaña asturiana, desde Santirso de Abres hasta Peñamellera Baja, y a una altura por encima de los 600-700 m.

Un trabajo pateado de braña en braña, con el objetivo de recoger para informatizar todo un mosaico de topónimos, cada primavera un poco menguado, siempre que un pastor o un vaquero ya no vuelve a su cabaña.

El tema resulta hoy de particular interés en un momento en el que la toponimia, los nombres de los lugares a cada paso, atestiguan el valor que los pobladores de las montañas, fueron dando a su tierra, en cada palmo de terreno desde un tiempo inmemorial: todo espacio útil, productivo, significativo en algún aspecto, lleva su nombre correspondiente, en una oposición masculino / femenino, que no ha de ser casual.

En principio, la tierra es mucho más que el suelo, que el terreno, que un lugar concreto (masculinos todos ellos)

Aquella preocupación por la fecundidad de un paraje contrasta fuertemente con lo que está ocurriendo hoy en ciertos proyectos: mapas que desconocen los nombres autóctonos, folletos propagandísticos con un mal disimulado desprecio del entorno rural, han convertido una tierra, siempre más o menos productiva, en simple suelo especulable (ya en latín solum, simple 'superficie, piso, pavimento' sin más).

En un simple lugar de venta o pasatiempo, tan alejado de expresiones como productos de la tierra, el valor de la tierra, el amor a la tierra, el sabor de la tierra, terra nosa.... A miña terra, que dicen os galegos.

Por lo que nos dice la toponimia femenina en cualquier montaña, la tierra fecunda nunca fue sólo un terreno exiguo, explotado para el ocio o el negocio, aunque sea adornado con asfalto y merenderos, donde hubo cabañas milenarias. Por lo menos, tendrían que sobrevivir simbólicamente esas cabañas al par de los chalecitos con plaquetas amarillas: allí estaban ellas primero, y así nos lo habrían de recordar.

Nada educativo lo contrario, por cierto: pues sin huellas, sin vestigios de vida rural en las montañas, no habrá forma ya de investigar el entorno en pocas décadas (entorno antropológico, botánico, alimentario...). Tal vez sea ésa la excusa para inventarlo.

Porque cuando la tierra se pretende convertir en simple suelo especulable, lo de menos es la vida de esa naturaleza habitada que la rodea; la tierra que produce pastos, plantas y frutales; maderas, aguas, yerbas diversas; el escenario de caminos tan trillados entre regiones vecinas; la tierra que dio vida a los poblados fonderos; la que motivó fiestas campestres, amores al aire libre, xanas, ermitas, dioses y diosas, a la medida sus personas.

Ciertamente, la tierra (lat. terra), las entrañas fecundas de las montañas, la naturaleza conquistada al monte con tantos años y trabajos, es mucho más que el suelo: es más que el simple terreno que poseemos, reservamos, manipulamos o pisamos. La tierra es mucho más que un lugar concreto (lat. locus, 'sitio, emplazamiento', sin más). Lo dice la toponimia también, como veremos.

El género femenino en las montañas

Una primera nota distintiva se ofrece en la conversación relajada con cualquier lugareño, al hilo de una senda o al mor de una cabaña: toda una panorámica de léxico y topónimos femeninos van surgiendo por las mayadas, por las vertientes sobre los pueblos, en las encrucijadas (las encruceyas) de caminos, o sobre las peñas más encrespadas.

Y con léxico y topónimos se va llenando de vida femenina el silencio de una jornada en la montaña: las vegas, las guarizas, las morteras, las palazanas, las veredas entre las peñas, las campas y camperas, las tierras de semar; las matas de frutales, las cuevas y covachas; pandas y xerras; regueras, rías y riegas; llagunas y llamazugas (que dicen los cabraliegos de Los Picos); las tsagunas y tsagunietsas..., en el decir de somedanos, tinetenses, alleranos, quirosanos..., según los casos.

No por casualidad, llevan todas ellas nombres femeninos: algunas no tienen correlatos masculinos siquiera. Y otros como campo, lago..., tenían sentidos muy reducidos, limitados, tiempo atrás.

Es la vida que gesta y que produce: la tierra madre

Una extensa toponimia recoge toda esa vida fructífera que da una efigie fecunda a los parajes: las frutas asilvestradas (ablanas, nueces, y otras bayas); las plantas medicinales (xanzaina, cirigüeña, arzolia, nielda, rúa, tila...); las flores de las praderas; las florestas de las retamas; la savia de la arboleda; las fueyas y frondas de tonos ocres en la otoñada...

En fin, las fuentes y fontanas más generosas en plena calisma agostiega, son palabras femeninas todas ellas. La misma calisma es mucho más que un día de calor. El culto a la tierra que nos da de comer: la Pachabamba, que dicen los amerindios.

En consecuencia, tal vez la toponimia exprese aquella forma de ver la tierra, que recoge la famosa carta del indio Seatle, enviada al presidente de EE.UU. allá por los años 1860, en rechazo a la oferta de explotación y compra de sus tierras, para echarlos de sus selvas indígenas:

"Los muertos del hombre blanco -dice Seatle- olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas: en cambio, nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y, asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas [...] Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia".

Y sigue más abajo la extensa y preciosa carta:

"Todo va enlazado [...] Enseñen a sus hijos -reprocha Seatle a los blancos- que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra" [...]. Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra [...] Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado".

En el lenguaje toponímico es evidente el sentido primitivo de la tierra como fuente inmediata, de vida y de alimento: algo sagrado, digno de respeto maternal, que no debiera ser objeto de especulación siquiera, tal como insiste Seatle en esta sentida carta.

En concreto, y ya en nuestras montañas, a juzgar por la toponimia, se diría que las referencias más abundantes a la flora y a la fauna que gesta y anima la vida en laderas y brañas, fue pensada en femenino: Las Guarizas, Les Bobies, Les Robequeres, Las Porquerizas, Cabrales, La Cuaña les Cabres, La Cuaña les Vaques, La Faisanera...., como iremos viendo (según las zonas asturianas).

Y como la tierra madre, la mayoría de frutales llevan género femenino en asturiano.

Baste pensar en las mismas plantas. Una gran mayoría, por ejemplo, de frutales, frente a lo que ocurre en otras lenguas, llevan género femenino en asturiano: la cerezal (y no el cerezo castellano); la castañar (y no el castaño); la peral (y no el peral); la peruyal, la pescal, la mostayal, la espinera, la carquexa, la tilar, la nisal, la cirolar, l'arandanera, la moral, la bruselar...

Abundan paralelamente los topónimos femeninos en cada caso: La Yana las Peruyales, Castañera, La Cuesta la Mostachal, La Mayada d'Espineres, La Carquexa... Hasta las coplas y las puyas sobre las plantas son femeninas también:

"Si la casada supiera,
para qué sirve la rúa,
trasnochara y madrugara,
pa coyela con la luna";

según dicen en los pueblos, anticonceptiva, abortiva... (los riesgos son otra cosa)

Sendas / senderos; calzadas / caminos.

Hasta las sendas (lat. semitam, 'camino de a pie') son más amplias que los senderos, y nos sacan más seguras de abismos y precipicios (masculinos éstos). De los senderos (lat. semitarium, 'a modo de senda'), más estrechos, pendientes, o en zig-zag, hay que fiase menos: femeninos han de ser La Senda'l Cares, La Senda l'Arcediano, La Senda'l Cartero (sobre Los Beyos), La Ruta l'Alba...

También una pedrera es un tramo amplio de camino, con piedra bien ensamblada, uniforme, que facilita el paso humano y de carruajes. En cambio, un pedreru es un tramo de piedra desmoronada, amontonada al azar, que dificulta la andadura, o corta el camino cuando se estira imparable, ladera abajo de la montaña.

Y una calzada (lat. calcem, 'talón, pie', y 'piedra caliza') es el camino amplio que da acceso a las parcelas interiores de una mortera, una iría, una cortina..., para el trasiego acordado de carruajes diversos; o es el camino empedrado y ancho, que ya usaron los romanos para cruzar holgadamente las montañas al filo de las cumbres.

La calzada siempre es más amplia, uniforme, espaciosa, que el camino. Es el caso de lugares como La Calzada, La Calzá, Calzadilla..., en diversas toponimias regionales. También una vía romana tiene más pedreras y es más uniforme que un camín real.

De ahí la puesta en duda de tantas calzadas romanas en Asturias: de hecho, los nativos de los pueblos llaman a la mayoría camín real. Una calzada implica una técnica que no llevan los caminos: diversos estratos de caliza triturada, un trazado en declive suave, a una distancia calulada de la cima, etc. Los demás son caminos.

Montaña y monte

Como la tierra, la montaña (frente a monte) es amplia, acogedora, espaciosa: y así decimos, pueblos de montaña, productos de montaña, excursión, rutas de montaña...; y no *pueblos de monte, *productos de monte, *turismo de monte...

La montaña es el todo: el conjunto, el producto de los montes locales combinados; el espacio habitable de las brañas; el suelo que produce; el paraje abierto y transitable; el territorio que da vida a las personas y a las cumbres.

El monte, en cambio, es el espacio individual, más o menos estéril, o montaraz muchas veces; es lo inhabitable, la espesura intrincada, el matorral, lo que sólo sirve de paso hacia la altura. El monte es a veces el desecho, lo que ya no es terreno productivo (de ahí expresiones como tira a monte, fízose monte, queda pa monte; ya ye monte, nun val pa ná...).

Siempre unidas por la lengua, las palabras tierra y mar

En este contexto de palabras y actitudes, muchos topónimos femeninos deben el nombre como adjetivos de la palabra tierra: L'Ablanea, Nocea, La Redondiella, Güeria, La Fresnosa, La Plana, La Yana, La Frecha, La Friera, La Magrera, La Cubiella, La Llonga, La Primaliega, La Envernosa, La Inverniega... (montes alleranos, cabraliegos, quirosanos, somedanos...).

Es decir, tierra propicia a las 'ablanas o a las nueces; tierra abundante en agua, o en fresnos (imprescindibles sus ramas, tiempo atrás); tierra redondeada, tierra fragmentada, tierra fría; tierra rojiza, encuevada, alargada, temprana para los pastos de primavera; propicia para los rigores del invierno...', según los casos.

Se diría que la tierra fecunda, el suelo al que dieron formas tan diversas las génesis de las montañas, fue visto ya por los primeros pobladores, como la madre generosa, protectora, al alcance de todos cada primavera, cada otoño y cada invierno, siempre más o menos dadivosos en frutos, alimentos y cobijos.

Algo así como la mar (frente al mar): la mar, siempre inagotable; extensa, completa, inmensa en su conjunto, y en principio. El mar, en cambio, parece visto como parcela limitada; reducido en millas y en fronteras; escaso en ocasiones, esquilmado en ciertas épocas.

Y hasta traicionero tantas veces: el marinero se hace a la mar, pero se lo lleva el mar (siempre un mar local, embravecido y, desgraciadamente, muy concreto). Me decía un marinero que ellos emplean la mar como término cariñoso, porque allí está su vida; los de tierra adentro usan más bien el mar.

Y frente a la tierra y la luna, masculino el sol

No por casualidad, la misma palabra tierra ya en indoeuropeo (*ters-) tenía el sentido de 'seca'; lo mismo que la luna (ind. *leuk-) signifcaba 'luz, esplendor'. Pronto hubieron de tomar ambas el género femenino, por contraste con el sol.

Las diferencias femenino / masculino parecen lógicas en contextos tan precarios. En épocas nómadas remotas, sin cultivos intensivos, la tierra ya debía ser 'lo grande, lo que produce espontáneamente; la que ofrece cobijo en cuevas, grutas, covachas, cabañas, rústicas casas' habitables (femeninas todas estas palabras y topónimos correspondientes).

El sol, en cambio (ind. *sawel-), tan lejos de los telescopios y de la astrofísica entonces, sería visto por los primitivos, casi como por nosotros hoy mismo, desde cualquier picacho, por mucho que nos estiremos a ver; y por altos que ascendamos: algo muy pequeño y lejano. Todo lo contrario de lo que permite la tierra: cuanto más altos en un picu, más inmensa la panorámica en la redonda.

El sol sería contemplado incluso como un dios (protector, que cura enfermedades, fuente de luz, saludable...), pero siempre alejado y pequeño comparado con la tierra inmensa o con la mar. Y se quedó masculino el sol.

La luna hiperactiva en sus crecientes y menguantes

Como la tierra, hubieron de entender ya las lenguas prerromanas el género femenino de la luna: la luna produce, mucho y a su tiempo; cambia de rostro, crece y mengua, y hasta parece que alterna el humor según las épocas. De algunas vacas se dice que se vuelven tsuniegas; es decir, que salen en celo todas las lunas.

Bien saben de los efectos fecundos de la luna, los vaqueros, los agricultores con las eras, los marineros en las mareas; los enamorados en luna llena; y lo saben las madres en los pueblos de montaña, cuando se va acercando la hora de dar a luz (será siempre al cuartiar la luna).

Con ciertos cuartos de luna, cambia el tiempu, aprieta el reuma -precisan en los pueblos-, se insiertan los árboles, se ponen las eras, se corta la madera pa que dure, se trasplantan los plantones o esquejes de cualquier siembra. Hasta se espicha la sidra pa que nun file.

Pero las lenguas primitivas fueron dejando en masculino un sol, en nada comparable a la fuerza productora y reproductora de la tierra y de la luna.