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"Observar, escuchar... Vosotros, los blancos, siempre estáis haciendo preguntas. Nunca os limitáis a observar y escuchar. Suele ser posible aprender todo lo que realmente importa saber sólo observando y escuchando" .
(Reflexiones de un anciano indio norteamericano).

El rostro femenino y el rostro masculino de la montaña.
Un paseo con Guillermo Mañana
por los topónimos del ríu Cares

Artículo publicado en
La Nueva España
05-05-04
Julio Concepción Suárez.

Hay muchas formas de caminar sobre un paraje: relajados, en conversación amena, en el silencio de la vaguada, o trepando a duras penas entre los últimos riscos, cuando sólo nos quedan unos metros para columbrar el picacho. Es decir, la andadura con los auriculares al oído, o entre la música melguera del río, el viento en las aristas de las peñas, los gorgoritos de los páxaros, o las vetas policromadas de tantos tipos de rocas ensambladas.

Hay muchas formas de pisar y de pasar por una senda, cruzar una campera, ascender trepando entre unas peñas, o serpentear por el arbolado del boscaje. Con el último libro de Guillermo Mañana Vázquez, La garganta del Cares, disfrutamos también de esa otra manera de sentir los senderos, leyendo también los nombres silenciados que yacen sigilosos al paso y al peso de mochilas y chirucas.

Porque a cada palmo de terreno, a cada dos pasos estamos pisando, a veces sin saberlo, por lo menos un topónimo. Y a veces, dos (por si fuera poco) para un mismo picacho usado por lugareños de pueblos, mayadas, brañas, o regiones vecinas.

Y así, sobre las páginas y estampas tan cuidadas de Guillermo, vamos descubriendo el rostro verdadero de la montaña, más allá de tiempos y distancias en la llegada al punto de destino. Por ejemplo, vamos cotejando el paralelo de nombres masculinos y femeninos, que igual nos quedan indiferentes a lo largo de la andadura, en los distintos campos ecológicos del medio habitado (suelos, plantas, colores, aguas...). Todo un estudio multidisciplinar, interdisciplinar sobre el terreno.

Tras los topónimos que va despertando Guillermo por las pindias vertientes del Cares, observamos que los lugareños fueron diseñando con el tiempo un rostro masculino y un rostro femenino de sus montañas. A cada tipo y función del suelo, el nombre adecuado: masculino o femenino, según los casos. Un sistema ecológico equilibrado y al completo. (Reproduzco las grafías y formas toponímicas del autor).

Vamos leyendo la montaña de los pies a la cabeza (y de la cabeza a los pies), en ese constante equilibrio entre nombres con morfemas correlativos. Contemplamos el rostro femenino de las rocas: La Peña del Alba, Torre del Alba, Sierra de Alba..., frente a Los Albos, Picu del Albo, Cuetu Albo...

Tal vez porque las peñas, las torres, las sierras..., fueron siempre más productivas, más espaciosas, más funcionales para los nativos, que los picos y los cuetos. El género dimensional: a primera vista, lo femenino siempre mayor, más fructífero, tal vez en aquella lejana idea natural de la “tierra madre” –que diría el indio Seatle. La Pachamama, que dicen los amerindios.

Entre tanto masculino y femenino por los senderos, vamos acariciando plantas con las mismas distinciones: La Argañosa y El Argañosu (una zona amplia, frente a un paraje más exiguo); La Terenosa (toda una espada ladera), o El Terenosu (una canal bastante más estrecha por la que discurre encajonado el camino de Ondón a Beceña).

O La Cerrosa y El Cerrosu (yerbas duras, cierru, en ambos casos): una ladera amplia, o de un canalizo más estrecho, respectivamente; La Jayada y El Jayáu (hayedo grande y pequeño), La Hedrada y El Hedráu... Bien se preocuparon los lugareños de marcar en femenino las zonas más amplias frente a los parajes más exiguos; o las más aprovechables, frente a las más ocasionales.

Como distinguen los nativos los mismos arbolados: La Texa y El Texu, La Caxiga y El Caxigu... O pensaron femeninas las zonas en la querencia de plantas y animales: La Jigar, La Jabariega, La Jelguera, Las Golpejeras, Las Golpeyosas, La Grayera, La Riega, Las Porciliegas, Las Teyeras. O describieron siempre como femeninas las productivas brañas y mayadas: Brañas, Brañarredonda, Brañaseca, Braña Jiguera, Braña Llenguas.

Cuando “leemos” la montaña, al ritmo de un pastor (impagable privilegio), vamos cruzando sendas más o menos anchas o estrechas: La Traviesa, Las Traviesas; o El Traviesu, Los Traviesos, respectivamente.

Pasamos por hondonadas de distintas dimensiones: La Torca, mayor que El Torcu; La Valleya, más abierta que El Valleyu. Columbramos La Panda, Las Pandas, La Pandiella, La Pandona..., siempre más espaciosas, más soleyeras, más sosegadas, que El Pandu, El Pando, El Pandiellu, Los Pandones...

Femeninas han de ser aquellas voces toponímicas para designar los pasos relativamente más espaciosos sobre peligrosas laderas, precipicios, mudas, maedas... Por eso llevan nombres como La Armada, La Armadiella, La Armadura..., pasos tal vez más asegurados con el tiempo, más de fiar tras el invierno, que Sedu Armao, El Armadiellu, El Armellán... El arte de las armadas y los armaos en manos y en palabras de los pastores cabraliegos.

Toda una gramática estudiada (y sin notas) por los pastores y pastoras de Los Picos. Pasamos La Puente y El Puente, La Portiella y El Portiellu, La Cruz y El Cruciu, La Jorcada y El Jorcáu, La Sota y El Sotu, La Llana y El Llanu, La Collada y El Colláu, La Toya y El Toyu, La Joya y El Joyu, La Recuenca y El Recuencu, La Poza y El Pozu, Las Volugas y Los Volugos, Juracada y Juracáu, La Cocina y El Cocín... Hoy nos dará igual; pero no ocurrió lo mismo cuando el pastor pasaba a pie, con emboscadas, con ganado, con los ríos desbordados...

Valoraba el lugareño para su uso las dimensiones de La Cueva y El Cuevu; La Cuba y El Cubu; La Roble y El Roble (tierras rojizas); La Robre y El Robru; La Redonda y El Redondu; La Morrona y El Morrón; La Cuchiella y El Cuchiellu; La Cargüeza y El Cargüezu; La Jerrera y El Jerreru; La Estaca y El Estacu; La Dejesa y El Dejesu (dehesas, ivesas); Dobra y Dobru, Las Duernas y Los Duernos, Era y Eru; La Payariega y El Payariegu, La Llambria y El Llambriu; Pola y Pueblu, La Quemada y El Quemáu... Todo un documento gramatical sobre El Cares.

Encontramos La Ventaniella (entre Posada de Valdeón y Cordiñanes): alto espacioso de la carretera actual. O El Ventaniellu (en La Canal de Mueño): cumbre alta divisoria, sin duda con bastante menos uso y fruto para los pastores de la zona. Semejantes funciones distintas tendrían para los lugareños, Cuetu Ciegu, El Colláu Ciegu, El Paré Ciegu...; o La Canal Ciega, Traviesa Ciega, La Torre Ciega...

Muchos nombres femeninos definen los espacios más vistosos de la montaña: La Tiese, Las Tiesas, Las Tiésaras, Las Jazas, La Navariega, La Bersolina, La Bildosa, La Beyuga, Las Caldas, Las Llamargas, Las Llamazugas, La Cámara, La Camba, Las Cuerres, Las Cuestas, Las Lleras, Las Llombas, La Muezca. A veces las más devastadoras, ciertamente: La Polvorosa (la canal o ladera por la que arrasa una valancha de nieve).

Y femeninas son tantas cimas altas, que controlan amplios espacios en la redonda: La Cabeza, La Cabecina..., de las que cita Guillermo Mañana más de cien (Cabeza Blanca, Cabeza Alta, Cabeza Grande, Cabeza Redonda, Cabeza Ingiesta, Cabeza Muxa, Cabeza Tiésera...). Y en cambio, en género masculino, sólo enumera unas diez: El Cabezu, Cabezu Peláu, Los Cabezos..., tal vez, por ser montículos menos vistosos, de alturas menores, menos prominentes, con menor función para los pastores que los fueron designando.

Un caso parecido debe ser el de las canales. Hasta unas trescientas cita Guillermo Mañana en género femenino: La Canal, Canal Ciega, Canal Podre, Canal Jonda, Canal Grande, Canal Negra, Canal Oscura, Canal Parda, Canal Verde, Canal Rumiada, Las Canales, La Canaleta, La Canalina...

Y sólo menciona en género masculino unas cuarenta, la mayoría con un sufijo aumentativo, que connota un paraje malo, pendiente, poco grato a los usuarios: El Canalón, Los Canalones... (unos treinta repetidos, sin más variedad de matices para el terreno).

Son femeninas las fuentes, las juentes (más de 200): Fuente Bajera, Fuente Cima, Fuente Prieta, Fuente Salinas, La Juenti, Las Juentes... Y por supuesto, las peñas, la peña, la peñe, la peñi (más de 100). O las mayadas (unas 140). Éstas no tienen correlatos masculinos. Las matas (más de 40). Las riegas (más de 200). Las torres (unas 140). Las vegas (unas 120).

Semejante debía ser el aprecio de los lugareños por las canales, a pesar de ser pendientes, empinadas, vertiginosas, en muchos casos. Pero tal vez eran lo menos malo de lo peor. Servían de pastos y de pasos, aseguraban la comida buena parte del año. El hecho es que las canales decisivas, imprescindibles, llevan nombres femeninos.

En fin, hay muchas maneras de caminar por un paisaje, pero entre todas destaca la habilidad de los lugareños para emplear tan acertadamente la gramática, aún lejos de pretenderlo. Con el libro de Guillermo Mañana, La garganta del Cares, recordamos, una vez más, que las palabras del suelo no están puestas al azar.

Descubrimos un poco más que en el gran libro abierto de las sendas, las camperas, los jaedos, o las peñas, las ciencias se dan bien ensambladas. Por los topónimos que el autor va levantando del silencio, vamos “leyendo” con más sabor aquellas encrespadas y míticas laderas del Cares. Mucho debemos al lenguaje de los lugareños.

Julio Concepción Suárez.

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