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2º Premio Solidaridad Lenense, 2004:
Cruz Roja de Lena.
(Palabras leídas
con motivo de la entrega
del 2º Premio Solidaridad Lenense
a Cruz Roja de Lena.
Julio Concepción Suárez)
Autoridades académicas, autoridades lenenses, madres, padres, compañeros y compañeras, alumnos y alumnas:
Un año más se celebra la entrega del Premio “Solidaridad lenense” y me pide el director que afilvane unas palabras, lo que hago con mucho gusto, como agradecido compañero de Leoncio: con él compartimos muchos los recreos, escuchamos divertidos sus chistes, sus agudezas y sus gracias; aprendimos atentos muchas interpretaciones suyas de filósofos, científícos o exegetas, como a él tanto le gustaba repetir de forma bien sonante; es decir, exegetas o exégetas eran para él todo aquellos comentaristas que interpretaban los textos antiguos (sagrados o no), con el objetivo de llegar a las ideas por medio de las palabras analizadas en su contexto. Mucho disfrutaba Leoncio jugando con estas cosas.
Efectivamente, entre las múltiples facetas del saber que ofrecía Leoncio estaba la de amante de la palabra y del rigor de la expresión: yo creo que no cabía en él la manipulación, la tergiversación, las interpretaciones forzadas de la evidencia. Nunca sabíamos del todo si Leoncio era profesor de Religión, de Filosofía, de Teología, o de Mitología y de religiones precristianas, o de esos cultos que otros llaman indecuadamente paganos... Era ya Leoncio entonces un profesor interdisciplinar, multidisciplinar que suena tan estridente ahora.
Porque, sobre todo, Leoncio era un amante de las culturas diferentes, de la palabras y del rigor de las palabras, más allá de los caprichos y credos individuales. Para mí personalmente, fue un ejemplo del hombre juicioso, equidistante, prudente y buen conversador, en unos tiempos donde a lo blanco ya se le empezaba a llamar negro, o mariecho...; y a lo negro mariecho, colorao... Triste, muy triste, moneda de uso.
Como lenense, estuvo siempre Leoncio comprometido con el pueblo y con los pueblos. Ya por los años cincuenta llegaba a Zurea un cura joven, sonriente, campechano, que más bien parecía un feligrés más: un joven deportista que lo mismo arremangaba la sotana para jugar con los rapaces en el patio la escuela a la hora del recreo, que saltaba a un prau en los días de la yerba para ponerse a la estaya del garabatu con homes y muyeres; o que echaba la partía en el chigre a la caída de la tarde. Tal vez al tar el cura presente algún controlaría un poco más los tonos de la partía y el númeru de vasos.
Ya de párroco en La Pola, Leoncio fue vecino que se sentía como propias las peripecias de vecinos y vecinas. Y así, allá por los años sesenta, sintió suyas aquellas largas jornadas de las güelgas mineras, cuando tantas familias, más que numerosas, tenían que llegar a fin de mes, sin más sueldos que la cesta de patatas y la docena de güevos, que el suegru y la suegra enviaban de vez en cuando a fíos, nueras, nietos y nietas. Las colectas entre los feligreses y los bolsillos solidarios de Leoncio más de una crítica le trajeron ya en aquellos tiempos de las güelgas; incluso algunos se lo recordaron muchos años después.
En los años setenta, Leoncio se comprometió de forma decisiva con la educación pública. Él mismo era de un pueblo leonés de la montaña, y bien sabía de las dificultades de los campesinos y los mineros para poder pagarse los libros y la estancia en colegios internos, siempre en la ciudad. Por esto, desde que el alcalde Tomillo aprobara la idea de crear un nuevo instituto en Lena, Leoncio se jugó también el tipo, y parte del prestigio, por defender una enseñanza laica que algunos no veían coherente. Sin duda otras críticas sumaba Leoncio con paciencia, que, por supuesto, siempre llevó muy sonriente y de buen grado.
Y así empezaba Don Leoncio sus clases de Religión en el Instituto, tan comprometido, arriesgado y precursor de muchas novedades, por lo que se vio años después. Diríamos que ya hacía él innovaciones en la materia muchos años antes de tantas reformas y contrarreformas en procesión indefinida: “Nihil novum sub sole” –nos decía muchas veces, medio en serio, medio en broma, con aquel tono de un poco agnóstico, del que sin duda alardeaba el profesor, aunque sin estridencias ciertamente.
Y es que Leoncio más que el cura de Religión era profesor de etnografía, antropología, cultura religiosa y menos religiosa. Conocida era su sentencia bonachona: “Allá cada uno con y cada una su conciencia. Lo importante es ser buenos y respetar al prójimo –palabra que mucho repetía-. Pero, ojo: la libertad de uno termina donde comienza la del otro” –que os quede claro.
Bien recuerdan muchos alumnos y alumnas hoy las clases de Leoncio ayer: aquel cura tan dialogante que hablaba con el mismo respeto de la cultura romana de los libros, que de aquella otra prerromana o megalítica, tan desconocida y poco prestigiada en los manuales. Aquel cura tan comprensivo, que lo mismo explicaba en clase las novedades cristianas, que de las otras oficialmente consideradas herejes o paganas. En Leoncio cabían todos y todas: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” –solía terminar alguna vez.
Era aquel cura que hablaba con tanto respeto de las doctrinas católicas y ortodoxas, como de aquellas otras con sus respectivos dioses, ritos, dogmas y mitos, que ni aparecían citadas en los libros. Sin duda para los alumnos de entonces, Leoncio en clase, y fuera de clase, yera mucho más que el profesor de Religión.
Y es que Leoncio siempre encontraba más paralelos que distancias entre las personas, los milenios y los tiempos. Recuerdo uno de tantos ejemplos con los que alguna vez nos ilustraba a la hora del café. “No tenéis más que fijaros en el Poema de Gilgamesh –nos explicaba con la sabiduría del profesor universal-. Cuando Gilgamesh busca por todos los confines de la tierra la planta de la felicidad, y luego se la come una serpiente ¿que diferencia hay con el relato del Paraíso y de la Biblia, donde aquellos primeros padres quieren comer del árbol de la Ciencia para ser como dioses, y fueron castigados a instancias de una serpiente también? ¿Donde está lo cristiano y dónde está lo pagano? ¿Me lo queréis explicar...?" nos preguntaba Leoncio estallando en carcajada, a sabiendas de que nos hacía una pregunta puramente retórica. Y todos a callar.
Disfrutaba Leoncio cuando sabía que algunos lo escuchábamos con los ojos muy abiertos mientras saboreaba algún que otro cigarro. Y así otro día buscaba una ocasión cualquiera para hablarnos de Darwin: “Yo no sé como algunos en la Iglesia se escandalizan tanto, si todo está muy claro; si las teorías de Lamarck y Darwin ya hicieron tambalearse todos los cimientos de las estatuas sobre barro, y la ciencia sigue avanzando. Si ya todo está aclarado después del Concilio Vaticano. Que Trento queda ya muy lejos, y algunos aún no se enteraron”. Disfrutaba Leoncio saboreando el cigarro tanto como las ideas juiciosas, las sentencias más jocosas y las palabras.
Y otro día tocaba el turno a Teilhard de Chardín, Karl Rahner, Schillebeeckx, Hans King... Con tanta ilusión fundía Leoncio la filosofía, la ciencia, la religión, el mito, la cultura popular, la conversación y la vida de la calle y del café, que hasta llevaba estos temas a la misma homilía del domingo o de la misa mayor en la fiesta del pueblu.
Y así unos feligreses disfrutaban de sus indagaciones filosóficas desde el púlpito, mientras otros aguantaban estoicos la hora del vermouth o la puya del ramu tras la misa. Pero todos y todas admiraban la visión tan filosófica de un cura desde un altar. ¡Qué bien habla Don Leoncio, da gusto oyelu hablar” –decían algunos y algunas, cuando por fin se abría la puerta trasera de la iglesia y sonaban la gaita y el tambor.
Muchas anécdotas recuerdan de Don Leoncio en los pueblos, pues en muchos aspectos cotidianos de la vida se fue metiendo con tantos años en Lena. Y así lo mismo apoyaba a unos jóvenes en el equipo del Lenense en aquella 1º Regional, que animaba a los cantores del Coro La Flor en sus difíciles comienzos. O se daba muchas vueltas por la Residencia de Ancianos, para entretener las horas muertas de tantos paisanos y paisanas ya desarraigados de sus hogares de siempre.
Leoncio fue también el alma de las humildes ermitas de lenenses, tan lejos en prestigio de la exuberancia de las grandes catedrales. Y así se preocupó de buscar arreglos para tantas pequeñas capillas, que gracias a él nos llegaron conservadas a estos mismos días. No sólo fue el alma de La Capilla la Flor y la Fiesta de Piedracea, sino que fue arreglando las de Brañalamosa, Santu Mederu, San Feliz... Algunas sin duda ya lo estarán echando bastante en falta
Y porque siga por muchos años el ejemplo de Leoncio, bien está pasar la antorcha a quienes llevan también muchos esfuerzos y gabelas por seguir construyendo Lena. Agradecemos, por ejemplo, en Lena la labor de Don Rafael, que colaboró con el cura párroco muchos años, y que sigue haciendo lo que puede por nuestros chugares y xente lenenses.
Hemos de agradecer también otras muchas colaboraciones desinteresadas al estilo de Leoncio. Es el caso de Cruz Roja en el conceyu. Unos cuantos mozos y mozas llevan muchos años dedicando tiempos en ratos libres por hacer más habitable nuestra sociedad, y nuestro entorno natural y medioambiental en Lena.
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Texto de Heriberto Frade