Esa lacerante herida
por José Fernández.
Todos tenemos paisajes que marcan nuestra infancia y la definen; hay quienes tienen en su alma las marcas propias del ámbito rural: sus colores, les caleyes, sus caminos con los senderos que sirven de atayos para llegar a casa antes de oscurecer.
Otros, por el contrario, más hijos del asfalto, llevan en su alma nombres de calles y plazas. Sin embargo, entre ambos hay un punto de encuentro que es el cultivo de la inteligencia. La misma que nos sirve para añadir años a la vida, o la que nos ayuda a poner vida a los años mediante la educación y la cultura, únicos para diferenciar clases sociales.
Sea como sea, si por avatares nuestras vidas son en espacios distintos a los de nuestra infancia, siempre hay un regreso. Sobre el último a la tierra mía, donde el mundo tiene nombres que balbucearon hace cientos de años quienes se asentaron en ellas, encontramos propiedades que cambiaron de dueño.
Observamos que los matorrales cercan a los pueblos, y que los accesos a las fincas mejoraron tanto que los tractores llegan donde nuestros abuelos apenas se sostenían con les madreñes.
También podemos decir que percibimos un despoblamiento dramático aunque suavizadas las consecuencias por la abundante maquinaria agrícola que no impide, por otra parte, que nuestras aldeas sean el moridero de hombres al que se refiere G.Márquez; y con otra característica: hay tantos árboles que los pájaros, al amanecer, son como un impertinente despertador.
Es decir, todo muy idílico hasta que, en carretera hacia una casería, nos encontramos con esa lacerante herida, ya convertida por el tiempo en lacra ponzoñosa, que son las ruinas de aquellas minas que tantos beneficios, sin responsabilidades, generaron a sus dueños.
Y que después de la feroz explotación, por cuestiones de mercado, abandonaron todo, incluidos los residuos minerales que todavía siguen vivitos y coleando, pese a los setenta años transcurridos, sin importar a nadie que el profesor G. Claverol lo escriba un libro; y otros artículos, en la actualidad, sobre las consecuencias de los mismos.
Aquí nadie se da por enterado para curar esta herida medioambiental, con categoría de lacra: los responsables aplican la formula común a cualquier problema que tengan entre manos; la que tiene como base, el olvido.
Y como el tiempo pasa y retorna siempre con falsas promesas, con el libro en la mano que se titula Primavera silenciosa de Rachel Carson, propongo, a mis acompañantes, declarar, previa publicación en el BOPA, los terrenos de la Soterraña como Monumento Regional contra la ineficacia y la indolencia de los políticos que durante setenta años no ejercieron sus responsabilidades.
En fin, si leyeran este libro que en tiempo les regalaremos, sabrían bastante de la relación del arsénico con el cáncer y con las aguas residuales; es más, talmente parece que sus diecisiete capítulos tienen como campo de trabajo esta lacra que nadie se preocupa de curar.
Porque, entre tantas ocurrencias como tienen, ni siquiera piensan en reforestar los alrededores para que los pájaros vuelvan a cantar.
Desconocen, tal vez, que lo mismo que en los alrededores de los campos de exterminio nazi no había pájaros, según cuenta Semprún, aquí tampoco pero sin judíos. ¡Qué vergüenza!
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