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Blog de Ántonio Álvarez:
Aguino y Perlunes.

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LA PRAVIANA

por Antonio Álvarez

Aquel San Isidro no será fácil de olvidar para nuestra familia: se nos baltó  una vaca y se mató. No se había muerto una vaca: se había muerto La Praviana. La hija de la Candela, la nieta de la Morena, la madre de la Marinera y de la Galana, la abuela de la rubia y de la Garbosa. La Praviana era La Praviana, no era la Perla ni la Navarra ni la Capitana.

Era La Praviana. La mejor vaca que teníamos en casa, a la que mejor y más cantidad de leche se le ordeñaba, la que mejor xunía a las dos manos, la que con mayor sabiduría y templanza conducía la pareja y la que más fuerza tenía y también la que paría  las mejores crías y más a menudo.

Esa era la Praviana. Heredera de una estirpe con un siglo de paciente selección. Porque la otra pareja que xuncía con ella, la Perla, también era una vaca grande y fuerte, pero maniática y zuniega. No tiraba igual del carro, era la que iba siempre a remolque de la otra; además, era escasa en el ordeño, y tardaba casi un año en volver a quedarse preñada después de cada parto; salía al toro cuando le apetecía, mientras la Praviana, antes de los tres meses después de parir, ya estaba otra vez preñada. Una gran vaca la Perla, pero la mitad de valiosa que la Praviana. Si solo tuviéramos vacas de la raza de la Perla tendríamos una ganadería de poco valor.

Ese día las lágrimas y las voces y los ¡ayes! de mi abuela estaban bien justificados, porque no habíamos perdido una vaca, sino La Vaca, La Praviana. La mejor vaca que había en casa en esos momentos. Uno de los laterales del carro había quedado huérfano, y ahora era preciso acelerar la doma de su hija, a la Marinera, antes de comenzar los trabajos duros de acarreo de la yerba.

La Marinera ya estaba domada en realidad, a la espera de su turno al yugo, y aunque había tirado del arado y sembrado tierras, aún no era experta, era primeriza y aún no sabíamos las manías que podría tener. Tirar del arao  por el riego alante no es lo mismo que sujetar el carro saliendo por las estrechas carriles del Rebotsal o de Falgueirúa. Cuando una casa pierde una vaca de tiro, a veces no dispone de otra igual y tiene que recurrir a algún vecino que le preste una domada durante un tiempo.

Nuestra Marinera, la hija, era también una buena vaca que ya tenía tres partos, pero no igualaba en fuerza y en nobleza a su madre. Tampoco conocía a su compañera de Yugo como la conocía su madre, porque la Perla solamente uncía por la izquierda, tenía una sola mano, era cametsiega; y a veces se despachaba con algún cabezazo extemporáneo a los que la Praviana respondía sujetándola e impidiendo que continuase sacudiendo la cabeza, pero que la Marinera quizás no pudiera o supiera detener.

Una vaca buena de pareja hace buena a la otra, pero una vaca mala puede hacer mala la pareja, si la otra le sigue el juego, si no la controla;  y eso lo hacía como nadie la Praviana, que no permitía ningún juego, mientras estaba amarrada al xugo, como si supiera la responsabilidad que tenía contraída con sus amos.

La Perla tenía otras cualidades: era buena pacedora; el único defecto que tenía la Praviana. La Perla cuando la soltábamos en un prao recién abierto  a las paciones comenzaba a pacer junto a la portetsera, con medio cuerpo todavía fuera; y de ahí hasta el centro del prado dejaba una estaxa pacida y totalmente agotada, casi en tierra; después levantaba la cabeza, observaba el prado y tomaba un rumbo a su conveniencia, pero siempre paciendo en línea  y dejando tras de si el terreno despejado, y para no tener que volver a pacer. Hasta que no estaba bien farta, lo que le llevaba bastante tiempo, no pisaba una yerba que no estuviera ya pacida.

Era un deleite verla pacer, porque no daba ningún trabajo, y si era mi madre la que las cuidaba podía tejer y coser mientras tanto y descuidada de ella. Pero la Praviana no hacía eso.

Entraba en el prado y lo primero que hacía era dar una vuelta completa alrededor del cierro buscando el mejor bocado que hubiera en el prado, y buscando algún fraco  para colarse al prado del vecino; y si husmeaba que en el prado de al lado había un bocado más jugoso y más tierno, no cejaba hasta lograr saltar la pared a comerlo.

Eso fue lo que la perdió. Por intentar algamer unas hierbas más verdes y tiernas se metió en un fanizo muy peligroso, algo que la Perla nunca haría, asumir un riesgo por cuatro bocados de hierba. Y ese riesgo le costó la vida. Cuando llegó la abuela Sagrario y la vio allí engaramada empezó a darle voces para que se volviera para atrás, pero ella consciente de que no estaba donde debía, se asustó y trató de salir por el peor sitio, por el más pendiente  y resbaladizo y así fue como su gran cuerpo se vino abajo.

Rodó por la ladera sobre la yerba argana y cayó al camino, con tan mala suerte que al llegar al camino giró sobre si misma y el impulso que traía la levantó sobre las patas impidiendo que quedase en el propio camino, y continuó dando tumbos unos metros más ladera abajo hasta quedar atascada entre dos peñas en el río. Ahí se mató.

Se valtó entre Los Quiereos y La Piedra Nidia, justo enfrente de La Prezuda y cayó al camino en Cuendia Rubia, allí donde decían que los moros habían dejado el tesoro enterrado y donde tanto cavaron buscándolo.

Si hubiera quedado en el camino se habría salvado y solo tendría alguna magulladura, pero el golpe seco contra las piedras del río fue letal. Y de ahí pasó a la masera del chorizo, en puertas del verano no hubo más remedio que destinarla para chorizo. Y para cumplir el último gran servicio a la familia.

Y lo cumplió con creces, porque  sirvió para alimentarnos durante un año con el mejor chorizo de vaca que yo he comido. Pequeño consuelo para una pérdida tan grande. La vida del campesino era así, el poeta lo vería de otro modo y le daría otro final a la historia, pero para el campesino no cabía la poesía donde el hambre apretaba cada día.

Espero que ahora entiendan los que nos miran sin comprender, por qué motivo el campesino no quiere alimañas en el monte, por qué vienen los llantos y los lamentos cuando el lobo o el oso te matan la mejor vaca que tienes en la cuadra. Porque todas las vacas no son iguales. Los lobos si lo son, las vacas no, los osos tampoco.

Las vacas ni son iguales ni tienen la misma importancia para la casería, al menos así era en aquellos tiempos. La pareja era la pareja: un par de vacas seleccionadas después de muchas probaturas, y las únicas que a lo mejor servían en una casa. Perder una vaca de la pareja era un daño inaceptable y un perjuicio para la familia a veces irreparable. 

Había vacas que no se dejaban domar, otras solamente tiraban de un lado como La Perla; otras no tiraban solas,  ni se las podía dejar xuncidas un momento porque se escapaban con en yugo a la cabeza y acababan metiéndose en algún precipicio o denucándose.

Nosotros tuvimos una que se llamaba la Morena, en épocas más antiguas, que había que meterle los dedos en la nariz y sujetarla con fuerza, casi clavando las uñas, mientras se le quitaban las cornales y el yugo, porque la que notaba un poco de flojura empezaba a dar cabezazos y terminaba por liberarse dejando el yugo colgando de la cabeza de la compañera con peligro para las dos y para los avíos.

Por eso eran tan importantes las vacas, por eso tenían nombre y raza, nombre y estirpe, porque cada una era diferente y servía para lo que servía.

La abuela de esta Praviana había venido precisamente de los pueblos de abajo, de Pravia, y cuando nuestro antepasado Manulu fue por ella sabía lo que buscaba. Sabía lo que precisaba y lo encontró, y con ella fundó su mejor estirpe que prometía muchos años más de vacas nobles, fuertes y trabajadoras.

Cuando una raza no era deseable enseguida se procuraba venderlas para un pueblo donde no las conocieran, porque ningún vecino las compraría. Nadie vendía una vaca buena para casa, al mercado iban las que no valían, las que no eran adecuadas, nobles y productivas. Algunos alcanzaban tanta perfección que mi abuelo, el hijo de Manulu, había conseguido unas vacas tan nobles que él solo las podía xunir sin ayuda.

Entonces, cogía una por lo oreja y le colocaba la mullida encima de la cabeza, y ahí se quedaba quieta hasta que traía la otra junto a ella y luego sin moverse, él solo levantaba el yugo y se lo colocaba encima de la cabeza; y lo mismo para atar las cornales, una primero y luego la otra. Cierto es que nadie más en el pueblo tenía una pareja igual.

Ahora que lo he mencionado, y por si alguien necesita hacerlo, que sepa que la vaca se coge siempre por la base de la oreja, nunca por el cuerno, porque si la sujetas por el cuerno se siente fuerte, lo usa como palanca y te avienta lo más lejos que pueda, eso si no te pega una cornada. Pero por la oreja se siente presa  y se acobarda mejor.

Cuando son indomables, hay que recurrir al ñarigón, o, en su defecto, a los dedos bien apretados dentro de la nariz, tiene que ser muy rebelde para que no obedezca a esa presa que hacen los dedos curtidos del campesino como teñazas sobre su nariz. 

Para empezar a domarlas se suele uncir una veterana y buena con la nueva, para que la domine y le enseñe a tirar. Luego, se suelen enganchar a una corza, una especie de rameto, cargada con peso, con piedras o sacos de tierra; y poco a poco, se le va enseñando a tirar de continuo, a no dar tirones, a no agachar ni levantar la cabeza, a no girarla, a respetar el tiro de la compañera y a controlar el tiro para que aprenda a girar y a seguir a quien la va dirigiendo.

Si no aprende bien o no se consigue un tiro uniforme y continuo, o si levanta la cabeza demasiado, si tira de lado o no sabe retener cuesta abajo, entonces vale más no perder el tiempo y probar con otra. Una vaca que hace mala pareja es un calvarío para manejarla y acaba por irritar a la compañera y ninguna de las dos quiere tirar.

Espero haberme explicado bien, y espero que aquellos que desde fuera miran y desprecian al campesino y sus rarezas entiendan los motivos del campesino, ¿quién iba a querer perder sus parejas a manos de un lobo o de un oso, que no tienen otra cosa que hacer?.

El lobo no da leche ni lana ni crías, no se le puede aparejar al tiro, no es domesticable y para el campesino era una molestia inútil, siempre acechando, y  de la que ansiaba desprenderse al precio que fuera. Hoy los tiempos cambiaron, parejas domadas apenas quedan y el lobo es estimado por gentes ajenas al campo, que consideran que aporta diversidad, y que bien merece el espacio que siempre se le negó. Ellos sabrán lo que defienden.

Pero si no inventan pronto  un pastor con “wifi” que lo aparte del rebaño no cabe mantener su presencia cerca del hombre. Con el sonido y la vibración del cencerro bien se podría recargar una pila para alimentar a ese pastor y situarlo en la propia esquila, por encima de la campanilla. Así se podrían tener lobos cerca de la vaca, sabiendo seguro que no la atacará, que respeta el cencerro porque sus ondas le alejan.

El oso también era peligroso, aunque en menor medida: sus ataques no eran tan frecuentes ni tan dañinos, porque las vacas grandes solían lograr escapar de sus garras. Osos hubo que mataron becerras, más bien osas, ya daremos cumplida cuenta de ellos. Hubo uno que apartaba las orejas de lo que mataba antes de comerlo.

Curioso ritual para un oso, por eso decimos que los osos no eran todos iguales, cada uno tenía sus mañas.  Pero el oso  traía otros quebraderos de cabeza,  como era el destrozar las cosechas de maíz,  y de los que daremos precisos  detalles en otro momento.

Hoy queríamos hacer un homenaje a La Pravina, la mejor vaca que tuvimos en casa. Cuentan que en las antiguas tribus los cazadores se comían las vísceras de sus presas para adquirir su valor y su fortaleza. Nsotros también lo hicimos y nos gusta imaginar que La Praviana nos habrá trasmitido su nobleza. Quizás también nos trasmitió su miedo al lobo.

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