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La importancia de las gallinas
por las caleyas
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por Antonio Álvarez Rodríguez

Para quien no lo haya vivido, pero, sobre todo, para quien no se haya detenido a reflexionar y observar sobre ello, todo lo que a continuación vamos a contar acerca de las gallinas le sonará extraño, casi una fabulación. Para nosotros eran las pitas, pues el nombre de gallina nos suena urbano, nada que ver con aquellos inquietos bichos que merodeaban durante todo el día alrededor de las casas.

Aún quedan muchas personas que medraron en las caserías y en los pueblos y pueden dar fe de ello. Porque las pitas eran así: corredoras natas, rebuscadoras y permanentemente inquietas. No quedaba rincón ni vereda en un radio de unos 150 a 200 metros desde el gallinero que escapase a su control. Lo mismo daba que fueran los huertos de hortaliza, berzas, ajos, cebollas, perejil, patatas o judías; que las tierras de labor sembradas de maíz, patatas o cereal panificable.

Pero sus recorridos no se limitaban a lo cultivado, igualmente recorrían caminos, senderos, cantos, vericuetos junto al río, peñascos, prados de siega, montones de cucho, cuadras y pajares. Todo formaba parte de su alimentación, desde las minúsculas semillas de la yerba, a cualquier bicho, insecto o larva que pretendiera medrar dentro de su campo de acción. La gallina era herbicida, insecticida y desinfectante natural. Nada escapaba de su control en las dos hectáreas más próximas a la casería.

En primavera recorrían los huertos dando buena cuenta de cualquier gusano que hubiera sobrevivido al invierno, y sobre todo mantenían limpias las huertas de hierbajos, pues apenas asomaban tiernas hojitas por encima de la tierra eran arrancadas sin misericordia por los picotazos de las gallinas, los gallos, y las madres con sus proles de pitinos.

Un buen gallinero deja la huerta más tupida convertida en tierra limpia. Se comen lo verde y luego cuando terminan con lo que sobresale de la tierra, comienzan a escarbar en esta y van sacando lombrices, merucos o cocas como nosotros les llamábamos; y dan buena cuenta de cualquier exceso de bichos que tenga el suelo; además la airean, la abonan y la preparan para cualquier siembra.

Lo mismo hacen por las tierras, por los bordes del río, por los bordes de las pilas de cucho, los cuiteiros, los bordes de los caminos, e incluso las pilas de cucho ya muy hechas, casi secas y convertidas en tierra.

En todas partes escarban en busca de gusanos y arenillas calizas que precisan para fabricar la cáscara de sus huevos; nada escapa a sus picos escrutadores, nada a sus ojillos vivarachos, porque las pitas son infatigables caminadoras. Se alejan de la casería por la mañana y van picoteando, como en vereda, todo lo que encuentran a su paso.

Para el campesino, para el agricultor, un buen rebaño de gallinas eran el mejor de los herbicidas, el mejor de los insecticidas y el mejor de los controles de hierba mala, pues su afán voraz por recolectar semillas y comerlas les lleva a no dejar prosperar ningún fruto indeseable.

Para tener pitas en abundancia se precisa que una vez  al año, normalmente en primavera, una de ellas clueque, es decir, se convierta en madre amorosa e incube una docena de buenos huevos; huevos que habrán de estar fecundados por un buen gallo que domine el corral. Un buen gallo atiende diez gallinas ponedoras, como bien nos informa Bocaccio en su decamerón.

Después de unas tres semanas empollando, nacerán unos pequeños pitinos, que desde el primer instante van a acompañar a su madre en sus correrías y van a picotear todo lo que sean capaces de tragar.

Para ayudarlos en su alimentación, los primeros días se les prepara un cocido de arroz o pan desmigado y humedecido; así aprenden enseguida a manejar el pico y a alimentarse y crecer. Las pollaradas de primavera permitían engordar un buen pito para las navidades, antes de que comiencen a pelearse con el gallo del corral. En régimen libre y con algo de ceba añadida, un pitín tarda unos seis meses en convertirse en un pollo listo para la mesa de Navidad.

Las gallinas nacidas en primavera ya ponen huevos a la primavera siguiente, con el resto del gallinero. En otoño suelen mudar las plumas y dejan de poner con la llegada del invierno; en esta época casi no hay ponedoras y los huevos escasean bastante, justo en la época en que más se agradecerían en algunas casas.

Pero en invierno no hay comida en abundancia, ni yerbas ni bichos, y el frío o la nieve, desaconsejan los paseos fuera del gallienero, por lo que la alimentación natural casi desparece y hay que cebarlas con abundante engrudo a base de harina y agua. Sirve cualquier harina, normalmente de maíz o trigo, pero pueden comer hasta harina de fabas negras.

A medida que la primavera y el sol empiezan a devolver la vida al campo reviven las gallinas y comienzan ellas también su labor de limpieza y control. Los que siembran huertas hoy en día saben de la cantidad de verde que produce una huerta antes de su siembra. Antes eso no ocurría, pues las gallinas daban buena cuenta de él.

Lo mismo ocurre con los mosquitos y larvas que amenazan los cultivos: ni uno de ellos dejan las gallinas en libertad. No caben plagas en las berzas, ni en parte alguna de las tierras, cuando hay gallinas por medio. Una gallina bien aguanta sus tres o cuatro años poniendo huevos de temporada y paseando y picoteando antes de pasar a convertirse en buen caldo para recuperar enfermos, alimentar a los más ancianos,  o reanimar madres que recién han dado a luz sus niños.

En el pajar también conseguían un buen alimento. Tanto fuera, junto al boquerón por donde se sacaba la yerba para cebar, como dentro; las gallinas buscaban afanosas las pequeñas semillas de gramíneas y otras plantas para alimentarse. En verano cuando el pajar se llenaba de yerba, era costumbre dejar que las gallinas se colaran durante el día, y ayudaran a pisar la yerba. No hay pajar mejor pisado y compactado que el que revuelven las gallinas en busca de grillos, semillas y cualquier otra sustancia comestible para ellas.

En consecuencia de tan completa y variada alimentación la gallina devolvía en pago los mejores huevos que se puedan comer. Huevos tan sabrosos y nutritivos que uno solo casi alimenta para un día entero.  También en las eras donde se mayaba el trigo o la escanda, también ahí se encargaban de capturar y recuperar para su buche cualquier grano que hubiera escapado al control de la escoba. Nada se perdía habiendo una gallina hambrienta cerca.

Por eso queremos resaltarlo, porque la importancia de las gallinas era crucial en el entorno y limpieza de la casería. Además sus excrementos eran el mejor abono posible para la huerta. Ajos, cebollas o berzas se nutren con la gallinaza mejor que con cualquier otro abono.

Hoy resulta improbable obtener un huevo como aquellos, porque no es posible ya alimentar a las gallinas con tanta variedad de alimentos, ni pueden pastar con esa libertad por los pueblos, ni tienen tierras ni sembrados donde escarbar para buscar gusanos, algamer mosquitos y larvas o picotear flores  y semillas.

Que nadie crea que va a poder comer hoy un huevo de casa: eso ya no existe, como tantas otras cosas. Los huevos de pita son una leyenda, una entelequia, una quimera cuando no una utopía. La monotonía del matorral con que ahora se adornan los campos es útil para sus depredadores, pero no para las gallinas.

No sobrevivirían alejadas de su gallinero ni una mañana, y en este sólo si está bien cerrado, con hormigón y alambres, una verdadera cárcel para un animal que siempre fue libre. La urbanización de los pueblos, el abandono de la diversidad de cultivos y tantas tareas que el hombre campo tenía integradas en su rutina diaria ha supuesto la muerte del huevo tradicional. Una pérdida más que sumar a tantas otras.

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