Hoy es martes, día seis del mes de noviembre. Me encuentro en el patio de un instituto con unos folios y un bolígrafo entre mis manos. Los folios son nuevos, y su tacto es muy agradable y suave cuando paso mi mano sobre ellos para escribir. El bolígrafo azul, ligero, se desliza sobre el papel dejando dibujadas las palabras, retratos de grafías entrelazadas, expresión de aquello que observo y siento. Hace calor. El sol, desde el sudeste, calienta mi espalda. No obstante, la cambiante brisa hace más agradable la estancia. De noroeste a sudeste, de sudeste a noroeste; baila de un lado a otro moviendo las hojas de los árboles.
Cierro mis ojos para sentir con más profundidad el ambiente. A mi alrededor, oigo a mis compañeros hablando sobre los cinco sentidos y también el motor de algún coche que arranca. El sonido del viento en los árboles lo envuelve todo. En el aire flota el olor de la vegetación. Y no es para menos. Al volver a abrir mis ojos, miro alrededor. Árboles, prados, el monte. Es lo que predomina en el paisaje, en este típico paisaje asturiano.
Las laderas de las montañas que veo hacia mi derecha (hacia el este, para ser más precisos) están cubiertas de prados que mezclan los colores verdes, blancos, ocres, amarillos… En contraste con lo que veo a mi izquierda (hacia el oeste): la espesura de los árboles, el manto vegetal que, movido por el viento, parece tener vida propia y estar saludando.
De repente, oigo gritos de niños, así que me giro para ver lo que sucede. Gran cantidad de padres se encuentran reunidos frente a las puertas del colegio Vital Aza para recoger a sus hijos. Los niños, llenos de alegría, llaman a sus padres a viva voz para contarles lo que han hecho durante el día. Algunos, hambrientos, comen con fruición los bocadillos que les dan. Bocadillos de todas las clases: de chorizo, de jamón, de lomo, de queso…
En las caras de los niños se nota que lo están disfrutando. Disfrutando los deliciosos sabores que el bocadillo les evoca, así como también la compañía de sus padres. Poco a poco, se van marchando hasta que todo queda como al principio. Ya sólo se oyen los árboles, mis compañeros y algún coche.
Decido entonces moverme un poco, para desentumecer las piernas, ya cansadas. Avanzo hacia del nordeste, en dirección a una portería, la del campo de fútbol del instituto. En su momento, esa portería debió ser blanca, lo que se deduce por la desgastada pintura que la cubre. Sin embargo, el paso de los años ha dejado su huella en ella, en forma de óxido por toda su superficie. Esto hace que ahora la portería tenga un tacto muy rugoso y esté cubierta por numerosas manchas marronuzcas. Algo similar ha ocurrido con las líneas que delimitan el campo de fútbol. A diferencia de antaño, ahora más que líneas parecen una infinidad de puntos malamente alineados.
Continúo caminando, disfrutando del sonido que producen mis pisadas en las piedras que hay en el suelo. Miro hacia abajo y veo hojas. Hojas caídas de los árboles. Me agacho y cojo una. Es lisa por una cara y rugosa por la otra. Su olor es muy agradable y sugerente. Estaría muy bien que nuestra clase oliera así. Mirando alrededor, veo el árbol del que procede la hoja, y decido acercarme a él. Para ello, paso del duro suelo de asfalto a la mullida hierba, que es a su vez tan sutil como fresca. La corteza del árbol, sin embargo es áspera y seca. En cuanto a la altura del árbol, yo diría que equivale a cuatro veces la mía…
En mis cavilaciones andaba, cuando de repente escuché un sonido. Uno muy familiar, que escucho a diario. Es agudo y penetrante. No es otro que el timbre del instituto, que indica el final de las clases.