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Entre la niebla

El 30 de Diciembre fue un día que no olvidaré jamás. Mis amigos, María, Yolanda, Pedro y yo, decidimos ir a pasar nuestras vacaciones de Navidad a un precioso chalet que tiene la tía de Pedro en la montaña. El día ha amanecido radiante, y hemos acordado pasarlo en las pistas de esquí. Tras haber estado toda la mañana esquiando hemos parado un rato a tomar un bocadillo que cada uno había llevado en la mochila.

Al rato, después de haber descansado un poco, volvimos a coger el telesquí, y así nos pasamos toda la tarde jugando cómo niños de seis años. Nos lo pasamos genial. Pero el día está tocando su fin, y decidimos volver al chalet, aunque María no estaba de acuerdo.

Ella dijo:
-¿Tenemos que irnos ya? ¿estáis cansados? A mí me gustaría esquiar un poco más.

Yolanda le contestó:
-Me encantaría quedarme un rato, pero el tiempo está cambiando, y la niebla se nos echará encima. Creo que lo mejor es volver ahora. ¿A ti qué te parece? -le preguntó a Pedro.

Él respondió:
-No tendremos la niebla aquí hasta dentro de un buen rato; nos dará tiempo a hacer un nuevo descenso.

Entonces le dijo Yolanda:
-Si creeis que no es peligroso, esquiaremos un rato más.

María añadió:
-No os arrepentiréis; será el más bello descenso que haremos en nuestra vida.

Yo también quería seguir esquiando, así que me pareció una buena idea repetir. Pedro nos advirtió que nada más subir tendríamos que bajar antes de que la niebla nos cubriera. Yo les dije que lo mejor para no perdernos era bajar todos en grupo. A todos les pareció una buena idea, pero María estaba tan ansiosa que no pudo esperar más y dijo que subiéramos ya. Pedro nos dijo que nos colocáramos en fila india y a ser posible cantando para no perder el ritmo.

María había salido la primera y unos metros más abajo se tuvo que parar a atar una bota que se le había soltado. Yolanda y yo, al verla sentada en el suelo, pensamos que le había sucedido algo, pero ella nos explicó lo que le había pasado. Yo le dije que se diera prisa porque no podríamos perder de vista a Pedro aunque ya era demasiado tarde ¡Pedro había desaparecido en la niebla! Yo le llamaba, pero él no me oía y no sabía que nosotras estabamos allí. María ya estaba lista y nos dijo que teníamos que alcanzarle lo antes posible.

La niebla era cada vez más espesa. Ni siquiera podíamos ver la punta de los esquís. Y Pedro estaría cada vez más lejos. María nos intentó tranquilizar: nos dijo que en cuanto entráramos en calor, lo alcanzaríamos. Yo le pregunté a María si estaba segura de que estábamos en la pista, porque a mi me parecía que nadie la había pisado, seguramente nos habíamos salido del camino.

Yo estaba en lo cierto. Nos habíamos salido del camino. Al ver unos árboles, nos dimos cuenta de que nos encontrábamos en medio del bosque, y entramos en un gran dilema, ¿dónde estaba el camino? A la derecha o a la izquierda, cada vez veíamos menos. Calma -decía María-, que no cunda el pánico; debemos alejarnos de los árboles, porque si pasa alguien, no podrá ver si estamos aquí. Además, Pedro ya habría avisado de nuestra ausencia. Así que, de vez en cuándo, lo llamaremos para ver si nos oye.

Yolanda propuso que intentáramos caminar para encontrar la pista, y que tuvieramos cuidado a ver dónde poníamos los pies, para no caernos por un barranco. María, cómo siempre, pensando en ella: que si tenía frío, que si se le apetecía una taza de chocolate caliente… Y Yolanda le dijo que ella había sido la que quiso volver a subir y lanzarnos de nuevo. Pero yo le dije que no se preocupara, que pronto encontraríamos a alguien que nos llevara a casa.

María se sentía culpable por lo que había sucedido, pero la culpa no era de nadie, porque todos queríamos subir. No había forma de que esa maldita niebla desapareciera: ya no se podía ni ver la punta de mi nariz.

Yolanda se disculpó con María y le dijo que Pedro habría llegado a la estación y habría pedido ayuda. María le dijo que cómo podía ser tan optimista. Ella ya estaba pensando en buscar un refugio para pasar la noche. Pero Yolanda le dijo que estaba loca, que para empezar, no sabían hacer iglús, y que tampoco éramos esquimales. Además, ella prefería dormir en el chalet de la tía de Pedro.

De pronto escuchamos unas voces: era Pedro que venía a buscarnos en un helicóptero, nosotras gritabamos, ¡aquí! ¡aquí!

Vaya alivio, ya pensabamos que nos íbamos a quedar a pasar la noche ahí, pero por suerte Pedro nos encontró. Nos subimos al helicóptero, y el piloto nos saludó muy contento por habernos encontrado. De ahí nos fuimos para casa: no me podía creer lo que nos había ocurrido, y tan sólo había transcurrido un día. Pero a nosotros nos había parecido una eternidad.

Lucía Fernández de la Riva

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