Costumbres, tradición, gastronomía, trabajos rurales, vida vaqueira, saber popular

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MORIR EN OVIEDO
MORIR EN OVIEDO

A la memoria de Michel y de Braulio

Sopla en estos días, con las ansiadas lluvias, un fuerte cierzo de otoño y la nieve prematura blanqueaba las cumbres. Frente a la casa en la que habito -quinta azotea con terraza, donde vivo sin vivir en mi- hubo un edificio en el olvido, abandonado y declarado en ruinas por el mal hacer de los arquitectos que lo habían creado. A la enorme finca urbana de Hermanos Pidal acudían los “sin techo” entre cuyos muros maltrechos intentaban sortear las miserias de la vida y un grupo de gatos, a los que un anciano venía todas las mañanas a darles de comer, que salían maullando y enroscando la cola a su encuentro. Había paz en el entorno, perfumada por los árboles y las menudas vegetaciones de un parque vecino y los trinos de mirlos y jilgueros que vivían entre las enramadas del arbolado.

Un día, sin más, el sosiego se rompió con el estruendoso ruido que hacía el pesado péndulo de una grúa que, a modo de maza, se estrellaba contra los muros. Habían decidido derribarlo. Los “sin techo” buscaron aleros más prometedores y los felinos domésticos eligieron acampar al aire libre a la espera de mejores tiempos. Pronto los martillos perforadores horadaron la tierra con denuedo en busca de un tesoro que nunca encontrarían. Fueron meses de agobio para el vecindario que aguantó sin decir palabra alguna.

Levantada la estructura de hierro y hormigón: seis plantas con terrazas y un montón de sótanos -donde apilar los billetes y monedas de los asturianos- comenzaron los albañiles a levantar paredes a ladrillo limpio. Era un gozo ver a aquellos jóvenes alegres cómo, hilada tras hilada, buscaban el azul del cielo en labor bien hecha y remunerada con mezquindad a tenor del trabajo desplegado. Recuerdos de infancia -de una familia de albañiles, de abuelos a nietos- recuperé, por momentos, aquel que fui entre plomadas, niveles, paletas catalanas, llanas, reglas, abarcones,esparabenes, frotases, cotanas y la maldita cuerda de pita que acababa con mis manos al izar las calderetas de mortero en la roldana.

Un día los diseñadores decidieron -para que las gentes que habitaran la nueva finca urbana no pasaran ni frío ni calor- untar las paredes con poliuretano y revestirlas de mármol porque -ya saben- hoy la imagen cuenta mucho y el contribuyente acudirá con mayor gusto a un edificio lustroso y acogedor.

Pero aquella tarde, la muerte zorra y silente se había encaramado en lo alto del andamio sobre el que trabajaban Braulio y Michel contentos y alegres -como el jovial color amarillo del aislante-, las notas musicales de una radio y el cercano descanso del fin de semana. De pronto se hundió el mundo bajo sus pies y tras un vuelo mortal se quebraron la vida contra el suelo.

Coincidía aquella tarde siniestra con los fastos del teatro Campoamor en la que Felipe de Borbón “Príncipe de Asturias” hablaba de “las Españas que helaban el corazón; Lula da Silva clamaba en silencio sobre el valor sagrado de la vida -incluidos, verbo y gracia, los que asientan ladrillos para levantar casas- la probreza y el hambre en el mundo; Fátima Mernissi hacía una consideración sobre los árabes buenos -Simbad el marino- y el yanki malo encarnado por un cowboy; Jürgen Habermas reflexionaba sobre Unamuno y los valores del hombre; la autora de Harry Potter hablaba de cautivar al lector antes que instruirlo y Kapuscinski de la ética del periodismo.

Va a ser éste, un edificio cuasi señorial; poderoso caballero es don dinero. Una día, terminada la magna casa de la Hacienda de todos -se supone- se celebrará, a bombo y platillo la visita de las autoridades para su solemne inauguración. A la entrada -como si lo estuviera viendo- en una placa dorada, adosada al frontal más importante, rezará: “Hízose este edificio bajo el reinado de don Gabino de Lorenzo... y bla, bla, bla....” Pero -descuiden- nadie se acordará de los dos infortunados ni habrá dos claveles sobre el suelo donde la vida se les fue de entre las manos ni una humilde plegaria.

A la hora de escribir esta elegía -a la memoria y recuerdo de Michel y de Braulio- un sindicato pretende una reunión como protesta para reivindicar el fatal accidente laboral. Mejor se hubieran quedado en casa. Mejor haber mirado antes -sindicalistas, patrones y responsables de la seguridad en la labor cotidiana- la situación en que trabajaban los finados.

Soplaba aquella tarde aciaga el viento del otoño y en Oviedo morían de su muerte dos albañiles y la ilusión truncada.

Teverga, otoño de 2003

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