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UN POCO DE AZUL EN EL PAISAJE
Pierre Bergounioux (2001)
(XI)

por Francisco Noval.

Este librito que me regaló un amigo hace una semana, y que está traducido en Editorial Minúscula, Barcelona, 2011 (12 €), muestra en su portada un magnífico Citröen negro de los años 50-60 del pasado siglo, época de la que nos habla el autor del relato, situándolo en el pueblo de Corrèze, en el Lemosin francés, esto es, en la Francia profunda del macizo central entre Brive-la-Gaillarde y Clermont-Ferrand. En total ocho breves capítulos que he leído con fruición y en algún caso no sin dificultad por su terminología o por la construcción de alguna de sus frases.

Bergounioux nos describe un mundo campesino en un hábitat pobre y hostil, que ha permanecido inalterado en sus usos desde la prehistoria hasta los años cincuenta, en que comenzó la emigración a las ciudades, la mecanización de las tierras más fértiles, la aparición de los supermercados en el abastecimiento doméstico y, en definitiva, una forma de vida y de bienestar muy distintos a los propios de su dura tierra natal, aquella donde viera por primera vez su alma la luz.

Bergounioux describe esa decadencia, relata la dureza del clima, la improductividad del suelo, las rígidas normas que determinan que la herencia toda pase al primogénito condenando al resto de los hijos a no-ser, el retorno acechante del bosque a sus espacios ancestrales tras el breve tiempo que le fueron arrebatados por el duro trabajo humano. Al tiempo, en varios de los capítulos, medita sobre la efímera condición humana comparada con las milenarias rocas de granito y más con la inmensidad de los cielos estrellados, de las galaxias… "La vida –escribe nuestro autor- se retira del Lemosín. El intermedio de veinte siglos en el que ha estado presente el hombre se acaba. Habremos sido testigos de su final. La eternidad, ya, vuelve a bajar a esos lugares en los que tiene su residencia y que jamás había abandonado del todo" (Millevacahes, pág. 59).

Aunque todo el libro es de una continua progresión, deteniéndose en unas y otras descripciones de paisajes, espacios y personas en esta Corrèze terminal, particularmente interesantes me resultaron los tres últimos capítulos, leídos de un tirón, sobre todo el último, que es el que da el título al libro: "Un poco de azul en el paisaje". En él Bergounioux traza con esmero y suma delicadeza la historia, más que minuciosamente conocida, adivinada, de un hijo menor a quien "la ley de hierro de la transmisión patrimonial, la vital necesidad de la indivisión, abocaban a la servidumbre familiar, a la extravagancia, al celibato, a la muerte social. (…) Va a ausentarse pronto para no volver jamás, junto al mundo que lo engendró. Es su figura conmovedora la que nos gustaría fijar antes de que desaparezca".

Y así nuestro autor va trazando la modestia, la pobreza, la dignidad con que se sobrepone a esa "escasez de haber (que) reclama la escasez de ser y la escasez de saber". Su suavidad, su candor le remiten a los libros de Rousseau que dice que el hombre nace bueno y es la sociedad, con la propiedad privada, el reparto desigual, el lujo, las artes quien lo corrompe. Pero nuestro hombre, que en Corrèze bien pudiera llamarse Bordas o Coste o Monteil, supo adquirir su propia sabiduría de la experiencia, empleada luego en examinar lo que todo el mundo tenía bajo los ojos y no veía, las pirámides de sílice, la misteriosa fosforescencia de la purpurina verdosa y muchas cosas más. También levantó su mirada al cielo, adquirió los rudimentos de la astronomía y escrutó la trayectoria de los astros mediante telescopios que él mismo se confeccionaba.

Pero a la historia de este hombre junta Bergounioux la historia de la mujer que lo acompañaba a veces en sus observaciones. Una niña brillante que voló como un cometa primero hasta Tulle, luego a Toulouse, más tarde a la Escuela Normal Superior de París y por último hasta Berkeley, en América, para perfeccionar las grandes capacidades naturales que había mostrado como matemática. Pero esta niñita brillante un día lo abandonó todo, renunció a su carrera de conocimientos, de fama y de honores, dejó que su pasado la atrapara de nuevo y regresó a su tierra natal. "Y es del todo natural que anciana, amarga, siempre, como el cielo y la tierra, la viéramos, en la plaza del pueblo, con el otro soltero, que lo era, él, por defecto, estudiar, llegado el crepúsculo, el esplendor de la cúpula estrellada".

Luego, Bergounioux, en los párrafos finales con los que concluye su relato –y que reproducimos aquí- vuelve a la descripción y al elogio de su personaje, testimonio del final de una forma de vida en las altas tierras improductivas de la Corrèze, pero también un auténtico modelo de humanidad.

"He aquí de lo que me pude enterar o lo que pude adivinar de un personaje delgado, melancólico y tierno, infantil, siempre, incluso en la vejez más avanzada, imprevisible y azul, soñador, a quien cada uno pondrá el nombre conveniente. No sería capaz de decirle lo que acabo de escribir, ni siquiera de contarle, cuando, cada año, durante un segundo, me cruzo con él en la carretera y lo saludo, que lo tengo, a él, solitario, habitante de la Corrèze alta, por la sal de la tierra y el mejor de sus hijos".

Francisco Noval, noviembre 2011.