Costumbres, tradición, gastronomía, trabajos rurales, vida vaqueira, saber popular

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TEUBRIGA
Servicio de Guías Turístico-cultural
“Mens sana in corpore sano”
Tf. 985764218, 686172527
617627054
San Martín de Teberga:
Asturias.

TEUBRIGA
Servicio de Guías Turístico-cultural
“Mens sana in corpore sano”
La didáctica al encuentro de sendas y caminos,
La cultura, el arte, la naturaleza,
La interpretación del paisaje y de los lugares mágicos

Hay lugares por estos valles donde se oculta el alma. Sitios sagrados y esotéricos que con el simple hecho de poner el pie descalzo sobre la tierra, apoyar la mano sobre el tronco de un árbol o escuchar el silbo y las vibraciones del viento, nos permiten acceder a la dimensión sacra que todo hombre lleva consigo.

El pálpito del corazón del bosque, el canto del agua, la voz de la palabra muda son vehículos que nos transportan -entre el silencio y la meditación- a centros de energía y mundos mágicos insospechados donde fluyó la vida; donde el espíritu se eleva a lo más alto; donde la esencia del dolor solloza en carne viva.

No todos somos capaces de atisbar ese momento encantado pero sí acercarnos a esos sitios mágicos cerrar los ojos, recogerse en el silente vaho que despide la gleba, los efluvios de la linfa sonora de la cascada al abrir sus entrañas contra la piedra y escuchar el latido de aquel mensaje perdido entre las ondas de la alborada o la noche de los tiempos.

Luego, en el más quieto silencio, con voluntad, paciencia y esperanza aguardar que la fantasía haga el resto, al tiempo que nos volvemos protagonistas de aquel suceso nunca narrado: del chasquido en el pedernal del primer fuego; del grito angustioso del ángel degollado; de la balada del gallo silvestre; del canto virginal de la doncella del paso entre las rocas; del aullido del lobo de hielo; de la última plegaria del condenado a muerte.

Aquel hálito amargo del pecho del ahogado; de las siete palabras de Cristo; del chakra preferido de Shidarta o la blasfemia como oración sacro-santa del minero. El tiempo se nos duerme entre las manos.

Es necesario beber y vivir los días como un chorro dorado y oloroso de sidra cuya alma canta en el corazón del viejo tonel de roble. Porque el tiempo -tan vituperado y acusado de comer la vida- también otro día él se morirá. Pero mientras tanto: “Carpe diem”, vivamos el día de hoy -pues mañana puede ser que no seamos- y hagamos juntos este recorrido para que permanezca siempre en el corazón de la memoria.

***

Está amaneciendo en La Ferreirúa. Nace un nuevo día. Las sombras de la noche se diluyen en una aurora de luz y de gozo. Se vislumbra una mañana espléndida para vivir la vida. Acaba de salir un manojo de hebras doradas sobre un cielo limpio de nubes y un azul etéreo digno de un pincel afortunado. No obstante, como todos los amaneceres, el triunfo de la luz sobre la niebla no resulta fácil.

Ahora logra taladrarla dejando sobre sus algodones tonos de púrpura y de nieve como si se tratase de un gran rebaño de ovejas que se va dispersando hasta que sus mantos de muselina se sumen prodigiosamente entre las frondas de las hayas de Montegrande y los flancos de las laderas de Sobia.

Desde esta singular cumbre se divisa un mundo de rocío y de fragancias. A nuestros pies emerge un mundo rebosante de olores y promesas. Todo es grandioso pero ante tanta grandeza, el hombre se encuentra empequeñecido. Una mota de polvo en el espacio. Una gota de lluvia.

El rizo de una ola en el proceloso océano. Mejor así; el ego del hombre convertido en soberbia y vanidad se despeña ladera abajo y, desnudo, los restos del naufragio se los lleva una alfaguara en precipitada corriente hacia la mar; que es el morir.

Mejor disfrutar de la belleza que se abre ante unos ojos incrédulos. Mejor abrir las entrañas del tálamo a la meditación: ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Tal vez –después de quedarse ebrio de tanta soledad sonora y de escuchar el yunque del silencio- mejor sentirse un ave y volar por los valles en busca de la tercera verdad.

Cerrar los ojos y soñar que en el país de la vida nos necesitamos unos a otros sin el dorado metal de la codicia: porque hay quienes la avaricia de sus árboles les impiden ver la humildad que anida en el bosque; porque no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita. Volver la mirada hacia dentro para vislumbrar la antorcha que llevamos encendida. Despertar y ser felices haciendo dichosos a los demás. El sol ya alumbra el mundo. Un nuevo día para amar.

***

Se encuentra el viajero en el viejo camino entre Monteciellu y Survilla. Es uno de tantos. Sendas de herradura que unieron, durante muchos años, pueblos y vecinos para comunicarse las alegrías y las penas del alma; para trabajar en “andecha” cuando se llamaba a concejo; para subir al puerto de Sobia con el ganado.

Caminos abiertos con el sudor y pavimentados, piedra a piedra, con sus manos. Por ellos subían y bajaban las reatas de asnos en busca de provisiones para el invierno; en busca del “vale” del carbón, una vez al mes, para calentarse en la cocina cuando fueron desapareciendo, con el tiempo, las “pregancias” y las trébedes de la lumbre alegre y crepitante donde hervía un puchero odorante.

Soñando caminos, el viajero aún se puede encontrar con el camino real que desde Samartín llevaba al Privilexiu a través de Riellu, San Salvador y Presorias. Cuántas historias y leyendas, relatos y cuentos contarían las piedras del camino si pudieran hablar desde el alba hasta el ocaso. O, desde La Foceicha hasta Las Navariegas, o de Torce a la braña de l’Aguil pasando por Las Segadas.

O, de Villamaore a la braña del Valle; o aquel que conduce desde la Bobia taxana hasta el Altu Santiagu por Vicenturu y Marabiu, la de Gradura a Santa Ana por el Cantu Ásporas. Si el caminante desea sentir en los latidos de su corazón el pálpito de las antiguas sendas, no tiene más que acercar sus manos a las piedras para oír aquellas palabras que habían quedado mudas.

Hoy, los viejos caminos se pierden, mientras se abren cicatrices en pistas, algunas de ellas innecesarias –los budistas labran la tierra muy por encima para no hacerle daño- por bosques y laderas dejando tras de sí yagas incurables. Si un día nos alcanza la “mundialización”, habrá, entre otras cosas, que imitar a los habitantes de Islandia que desvían las carreteras para no molestar a los elfos.

***

¿Se sentó alguna vez el caminante a la orilla de un arroyo para sentir el rumor del agua? No hay cosa más bella. Cerrar los ojos que miran al mundo y abrirlos a ese otro mundo que llevamos dentro. Que la vida fluya con la linfa, corriente abajo, pero volver, de cuando en cuando, la vista hacia atrás para corregir nuestros yerros, recuperar la historia y entre los meandros apreciar si alguien nos viene siguiendo y necesita ayuda.

La vida no es toda un sueño porque: ...”Cuentan que un sabio un día/ tan pobre y mísero estaba/ que solo se sustentaba/ de las hierbas que cogía./ ¿Habrá otro –para sí decía-/ tan mísero como yo?/ y cuando el rostro volvió/ halló la respuesta viendo/ que otro sabio iba cogiendo/ las hierbas que él arrojó...”

Entre sus aluviones y cantos rodados pasa la vida camino de la mar. El arroyo de la Ortigosa puede ser uno de los indicados. El alma se balancea y termina por dormirse. Si es verano, despójese el caminante de su calzado y meta los pies en el agua cristalina para sentir la caricia de los efluvios; y también las manos que son más sensibles.

Sienta su frescor y haga que le venga al alma –como las lluvias de abril y el sol de mayo- el recuerdo de aquellos que carecen del líquido elemento. Tal vez fui delfín o hijo adoptivo de Poseidón, pero si me faltara un día el canto del agua o su halago sobre mi piel mis días en este pícaro mundo estarían contados.

Declina el día. Vuelven las sombras y a nuestras espaldas la luna incendia sobre Sobia su antorcha de silencios. En la cumbre del Michu, hacia el poniente hay un horizonte incendiado. El sol recoge sus últimas hebras para un canasto antes de morirse –creían los antiguos- ahogado en la mar. Mira y admira, entre sus alas de flamenco, cómo entre las nubes rosadas se va la vida con su marcha.

Pero no llores porque si lo haces, las lágrimas te impedirán ver las estrellas y gozar del misterio de la noche. Arrodíllate, caminante; apoya tus nalgas sobre los talones y une tus manos a la altura del pecho y dispón tu cuerpo erguido y relajado. Es una forma de rendir merced a quien te iluminó, dio calor y dio vida durante el día que está expirando.

Respira con la suavidad de aquel rayo de sol que entra por un cristal sin romperlo ni mancharlo. Inhala los aromas de la tarde, mientras el viento acaricia tu rostro. El espejo dorado se va pero tu te quedas con tu sonora soledad frente al mundo. Frente a ti mismo. Medita como hicimos en la cumbre de La Ferreirua durante el amanecer.

Mírate por dentro. Eres un centro de energía material y anímica que contiene en su ánfora más preciada los valores más profundos del ser. Ahora sí. Ahora, es el momento de entrar en el espejo. Entra, quédate atento y en silencio hasta que oigas tu campana tañendo a vísperas; hasta que se haga audible la voz de la consciencia.

Entonces por tus sendas internas ve en busca del tiempo perdido; de la verdad suprema; de ti mismo. Acabas de encontrar un vehículo de iluminación que te conducirá hasta el mundo de lo espiritual. Un país que merece la pena.

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